Hace unas semanas, nuevo propósito con otra novela suya que dejé en la página 145. Puede que haya tercera intentona y vencida, pero ese lleva el camino de los libros que se cierran antes de verle el fin.
Hoy he avanzado en su última novela y sé que la acabaré. Una buena novela siempre se deja leer. Anoche lo hacía en la cama y lloré con las escenas en que unos exiliados españoles celebran en París la muerte de Franco. Nadie extrañe estas lágrimas: la buena literatura es así de emocional.
Nada más que por el momento de anoche ya he hecho mío el libro y he pasado con él unas cuantas horas y estoy ya en la intriga y le voy poniendo voz y rostro a los personajes. Ya daré noticias.
En el hilo de la anotación precedente ha venido el recuerdo de otra ocasión con libro y lágrimas. El libro en cuestión era una novela del oeste de las muchas que leí en un verano de finales de los sesenta. Caían dos por siesta. A la mañana siguiente, a cambiarlas al quiosco, y cuando Manolita ya no las aceptaba por deterioradas, se comparaban dos o tres nuevas, que de inmediato entraban en el cambalache. No conservé aquella novela de Marcial Lafuente, pero sí el recuerdo del llanto arrebatado con una escena en que los canallas propinaban tremenda paliza al protagonista. Lloré tantas veces como volví a leer aquellos tres o cuatro párrafos que tan bien contaban el dolor y la brutalidad de la tunda.
No se lo dije a nadie. Cómo explicar a los amigos la llantina por una novela del oeste. Hasta yo mismo me extrañaba de aquel fenómeno. De su origen. Cómo unas palabras me habían hecho llorar a moco tendido.
Una experiencia sorprendente y misteriosa, que desde entonces seguí buscando en los libros … digamos … serios…
No hay comentarios:
Publicar un comentario