lunes, 14 de julio de 2025

Tres sellos austriacos

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«El hombre moderno nace en la clínica y muere en el hospital: ¿debe vivir también como en una clínica?» (I, 22).

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«La humanidad produce biblias y armas, tuberculosis y tuberculina. Es democrática con reyes y nobleza; construye iglesias y contra ellas nuevas universidades; transforma los conventos en cuarteles, pero los dota de capellanes castrenses… Ésta es la conocida cuestión de las contradicciones, inconsecuencias e imperfección de la vida» (I, 29).

***

«Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño» (I, 42).


Robert Musil, El hombre sin atributos. Seix Barral - Austral, 2021.

viernes, 11 de julio de 2025

Nuevo día

Vuela el alba en silencio sobre los campos de julio.

A las afueras del pueblo poco a poco se despliegan los colores y van ocupando su lugar. Como todos los días. Con sus matices. Oro en los pastos secos, en la mies segada, en el grano de las espigas inclinadas a la tierra.

Los azules vuelan arriba, muy arriba, donde merodea el milano y planean las cigüeñas, y a lo lejos, hacia donde los montes se perfilan en sierra. 

Qué hermosura. Qué magnífica vista.

No faltan las pinceladas en primer plano, en las cunetas, de las flores amarillas del gordolobo. Ni los verdes secos de la retama y los chaparros solitarios en medio de barbechos y eriales.

En mi caminata matutina descubro perspectivas desde las que no se ve más que campo. Panoramas que podrían verse doscientos o trescientos años atrás. Esto es lo que verían unos ojos del XVIII, me digo. O cervantinos, si me apuráis.

La mirada crea el paisaje. No hay paisaje sin emoción. Sin memoria.

Huele a hinojo. A huerta recién regada. A verano de la infancia.

Siento la respiración serena del nuevo día.

Y colmado de luz vuelvo a casa.


viernes, 4 de julio de 2025

Tolerada menores

 A Andrés Carpio y Pablo Pozo Novoa

No sé si en otras ciudades podían comprar los niños en los quioscos aquellos visores de plástico en forma de pirámide truncada de base rectangular, en los que se metía en la ranura de la parte más ancha un fotograma que aumentaba apenas de tamaño cuando lo mirabas por la abertura circular de la parte más estrecha y lo enfocabas a la luz. Un aparato óptico primitivo, una ingenua cámara oscura que sólo permitía ver imágenes fijas, pariente pobre de aquellos proyectores de juguete, fabricados en latón pintado de verde, con sus rollos de película y su manivela para hacer avanzar manualmente la película.

En Córdoba no los vendían en todos los quioscos. Yo los compraba en el que había junto a la iglesia del Campo de la Verdad. ¡Oh, aquellos quioscos de madera y cristal! ¡Aquellos posteriores de chapa pintada de gris! Pequeños reductos donde apenas veías el busto del hombre, paraísos de las chucherías –chicles bazooka, mistos, cangrejos de río, paloduz, cordoncillo plástico de colores para trenzar, pipas y salaíllos, anises, chupachups, monedas de chocolate en vueltas en papel de oro y papel de plata, garbanzos tostados, algarrobas, cucuruchos de trufas...–, diminutos alcázares de las delicias infantiles, admirables bazares donde comprar de todo: cigarrillos sueltos, tabaco de contrabando, piedras de mechero, cerillas, caramelos, silbatos, lupas de plástico, gafas de juguete...

Y visores de fotogramas. No recuerdo cómo los llamábamos –¿filminas?–, ni cuánto costaban. Si tenías el visor, podías comprarlos sueltos. Lo normal eran fotogramas de películas desconocidas, aunque de vez en cuando, sospechosamente, eran recortes de películas que habíamos visto en los cines del barrio (Cine Séneca en invierno; Campo de Deportes en verano). Con aquellos aparatos improvisábamos diálogos, inventábamos escenas y hasta simulábamos la música con tachanes y tarareos. Bastaba enfocar el visor a la luz y empezar a contar lo que veías y lo que imaginabas.

Aquellos trocitos de acetato, aunque mal simulacro de cine, nos consolaban especialmente en verano, cuando no teníamos una moneda de diez reales –¡Oh, tempora, contábamos en reales!– para una entrada de gradas en el Campo de Deportes. Eran una manera de seguir con las aventuras de Maciste, con los ataques sioux a las caravanas de colonos, con los desastres del Gordo y el Flaco, con el endiablado hablar de Cantinflas, con las lianas y los gritos de Tarzán, con el florete justiciero y la marca del Zorro, con la armadura y los mandobles del caballero Ivanhoe. Imitábamos los andares de Chaplin, la voz gutural del pato Donald, toda clase de impactos y efectos sonoros, nos batíamos en duelo con espadas imaginarias, lloriqueábamos mientras nos rascábamos la cabeza como Stan Laurel y andábamos a zancadas como Groucho Marx.

Ni electrodos, ni arco voltaico, ni lentes que proyectaran la imagen en pantalla. La sola y única chispa de aquellos visores de plástico era nuestra imaginación, nuestra capacidad para seguir disfrutando con el cine, con el juego, para instalarnos con una sola imagen en un mundo fantástico y aventurero donde nosotros éramos los héroes.

Cheyennes, sioux, seminolas, apaches, pies negros, mohicanos, cherokees, navajos, comanchesUna película de Burt Lancaster sobre el comercio de coco (la copra) en las islas de los Mares del Sur. Todas las películas de Tarzán-Weissmüller. La conquista del Oeste, los miles de chinos que trabajaron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos. La invasión de los bárbaros del Norte, la decadencia del Imperio Romano, las Cruzadas a Tierra Santa. Los desiertos con espejismos, las selvas, la sabana, las costas caribeñas, los fondos submarinos. Enterrar y desenterrar el hacha de guerra, el soplo de Manitú, la pipa de la paz (calumet) en la tienda (tipi) con los viejos de la tribu, los zapatos kiowas. Piratas y corsarios. El Sí, bwana en las películas de safaris a la caza del gran simba. Los cuatreros por los que se ofrece recompensa (reward). La amura de babor, el trinquete, la cangreja, barlovento. El SPQR en los estandartes de las legiones romanas y el Ave, Caesar, morituri te salutant en la arena de los circos. El Jao, gran jefe blanco de los nativos norteamericanos. El tener algo más trampas que una película de Fu Manchú… El cine era una segunda escuela, un espacio de aprendizaje, un libro vivo en el que aprendíamos palabras y expresiones en otras lenguas, y con el que nos iban embutiendo unas visiones maniqueas y falseadoras de la realidad, de la historia de Estados Unidos, de Europa y de las potencias coloniales en América, África y Asia, una interpretación espuria sobre los orígenes de las guerras civiles y las guerras de religión, sobre los grandes procesos migratorios, el esclavismo y las injusticias sociales, sobre el saqueo de los recursos naturales, la inmoralidad de los poderosos, la persecución y el genocidio, el recurso acostumbrado a la violencia.

Fotograma a fotograma Hollywood iba contando su historia, su versión adulterada e interesada, su obsesión capitalista y supremacista. Exactamente como Donald Trump en este día de exaltación patriótica de 2025.


lunes, 30 de junio de 2025

Nómadas

 Desde los siete a los dieciséis, no viví más de dos años seguidos en el mismo lugar. Once traslados, según consta en el expediente de mi padre, que solicitaba el regreso a la capital el mismo día que llegaba a un nuevo destino, en la provincia o fuera de ella. Entre pueblo y pueblo, unos meses, nunca más de año y medio, en Córdoba, en la calle Altillo.

Así me crié. Entre mudanza y mudanza. Así tuve que aprender a despedirme de mis amigos. A tragarme las lágrimas. A soportar la incertidumbre, el salto al vacío de ser el nuevo en el cuartel, en la escuela, en tu propia casa, a la que llamábamos pabellón. Yo era un muchacho de los pabellones. Hijo de guardia civil. Alguien sin raíces.

Ese trajín e inestabilidad repercutía en mi forma de hablar, en mi vocabulario, o en sus carencias, cuando llegaba a un lugar nuevo, incluso cuando regresaba a Córdoba después de un tiempo fuera, de manera que de una aldea seseante y con fuertes aspiraciones de origen arábigo (Fuentejama por Fuente Alhama, garbansos), pasaba a la Córdoba con un sesear distinto y de abierto vocalismo (¿Vamos al sinε muy cerca de sina esta noche?, decía mi vecino Antoñín), para llegar al ceceo de Huelva (zartén) o a Los Pedroches, donde se distinguía entre casa y caza, todo lo cual se traducía en titubeos sonrojantes a veces como censiyez, paciensia, ceresa, nesecidad o zusezo… A esta inseguridad articulatoria había que añadir la variación léxica, las distintas o nuevas palabras para llamar a las cosas (pleita, jáquima, alcancía), a las comidas (mojete, mostachos, turrolate, allozas), a los juegos (tala, zumillo, látigo, Sevilla eléctrica), a las chucherías (sara, trasto, regaliz) en un sitio u otro.

Iba también de añadidura al lingüístico el desarraigo paisajístico. Según cumplía años de errancia civilera iba sintiendo que no tenía un paisaje que pudiera llamar mío –La Sierra del Alcaide, con sus víboras y sus cuevas para las brujas, con sus almendros en flor y sus olivares en pendiente, con el frío y los sabañones. El corazón salvaje de Sierra Morena en el poblado de la presa del Bembézar. Los bosques de eucaliptos a orillas del Odiel. La dehesa extrema de Los Pedroches. La vista de la sierra de Córdoba desde el pabellón de la calle Altillo–; iba comprobando que no había un único paisaje que pudiera identificar con mi infancia, con mi adolescencia. Y fabulaba que de mayor no tendría un sitio al que volver, un sitio donde ser enterrado junto a los míos. Porque los míos andaban ya desperdigados, lejos de sus raíces –Cuenca, Murcia, La Mancha, Córdoba–, vagando de puesto en puesto, guardia civil caminera, con la familia a cuestas.

No veía el niño o el adolescente que eras entonces ventaja alguna en aquella alternancia y diversidad, en aquella continua provisionalidad, en aquel nomadismo funcionarial de tu padre, en aquel andar de continuo preparando embalajes, viendo las sucesivas casas –pabellones– manteladas y desmanteladas, armando y desarmando camas, mesas, armarios, grapando cables de la luz, montando y desmontando portalámparas, taladrando tabiques, adjudicando habitaciones, colgando y descolgando el crucifijo, las repisas de cristal y el espejo del aseo, enroscando y desenroscando cáncamos para los visillos de las ventanas, seleccionando ropas y zapatos, juguetes, que no subirían al camión de la mudanza, las mantas envolviendo el espejo de la coqueta, protegiendo de roces el tablero de la mesa del comedor o las puertas acristaladas del aparador, el camión en la puerta o en el patio del cuartel, con un coro de niños y mayores curiosos, como si llegara el circo o los feriantes, y tú entrando y saliendo, llevando bultos, cansado, con hambre, con vergüenza delante de todos aquellos desconocidos.

La mudanza era un trastorno completo para la familia. Desde que mi padre anunciaba su nuevo destino hasta que salíamos del lugar en el camión o en un taxi, todos entrábamos en un periodo de excitación, mezcla de incertidumbre y de nostalgia por lo que íbamos a dejar atrás. Yo acompañaba a mi padre a las carpinterías y almacenes en busca de tablas y listones para los embalajes y le ayudaba a desclavar las cajas de tabaco que nos daban en los estancos, que entonces eran de madera y muy pesadas. También me encargaba de recoger las herramientas y alargárselas a mi padre cuando estaba subido a una escalera o de rodillas en el suelo desmontando un enchufe. Mi madre y mi hermana comenzaban primero con la vajilla del aparador, que no se usaba a diario, luego con la ropa y con el menaje de la cocina. Los días previos a la mudanza la casa era un laberinto de cajas, maletas, muebles desmontados cubiertos con mantas y colchas, atados con cuerdas, cajones vacíos, paquetes y bultos de ropa. La noche anterior al traslado, recogidos ya todos los enseres, excepto cuatro platos y una sartén donde mi madre freía unos huevos y unas tajadas de carne o de chorizo, la última cena a la luz pelada de una bombilla y dormir sobre los colchones en el suelo.

Al principio, cuando más pequeños, a mi hermana y a mí nos divertía aquel trajinar, aquel dédalo de bultos y de muebles, aquella curiosidad que despertaba en los demás la llegada o la partida del camión de la mudanza, pero según íbamos cumpliendo años y disfrutando el tener amigos de los que nos teníamos que separar, las mudanzas nos ensombrecían el ánimo.


miércoles, 25 de junio de 2025

La flor del trujimán

La Trifolia triloquens habita las oquedades de las paredes interiores de los pozos y florece cada tres años en lo más crudo del invierno. Su uso está documentado por el copista anónimo de un pequeño cenobio visigodo del siglo VII ubicado en la Sierra de Mogábar: Flos eloquentiae in convento Mogabar a librariis usus est.

A comienzos del siglo IX, en su tractatus sobre las hierbas y plantas de Fash-el-Ballut, Anselmo El Herbolario nos ofrece la receta –1/2 libra de romero en polvo; 1 onza de raíz de chicoria; ½ cuartillo de aguardiente de retama; 1 dedal de aceite de almendras dulces; ½ dracma de enebro; y tres flores secas pulverizadas de Trifolia loquens; todo en un cocimiento con 1 cuartillo de vino blanco– utilizada por los bibliotecarios del convento Mogábar, que proporcionaba durante un ciclo lunar el don de lenguas en hebreo, arameo y griego, tiempo que aprovechaban para pasar al latín textos de viejos pergaminos de asunto vario.


miércoles, 18 de junio de 2025

Pleitos tengas... (2)

Volvamos a septiembre de 1940. Al momento en que Max Brod y Salman Schocken llegan a un acuerdo para que el legado K permanezca durante un tiempo en una caja de seguridad de la biblioteca de Schocken en Jerusalén. Según declara y firma el editor y bibliómano en nota manuscrita, de esa caja hay una sola llave, que Brod guardará en su piso de la calle Hayerdeen.

Pero Schocken miente. Su editorial –Schocken Books– tiene los derechos mundiales sobre las obras de Kafka desde 1934, cómo no echar un vistazo a los manuscritos –¿Habrá una obra maestra inédita?–, y sucumbe a la tentación. Tiene otra llave de la caja de seguridad y va haciendo copia de todo el material. Brod, confiado en la palabra de su compatriota, no descubrirá la trapaza hasta diez años más tarde, con el agravante de que al pedirle a Schocken el material, éste fue dándole largas y dilatando la entrega. Pormenorizando los detalles de esta traición bibliófila, escribió Brod una carta a una de las herederas de Franz Kafka con la que mantenía contacto epistolar, Marianne Steiner, hija de Valerie, la hermana mediana del escritor.

Un año después, Brod escribe de nuevo a Marianne Steiner: ante un empleado de Schocken, ha abierto la caja de seguridad y comprobado que no falta material y que éste se conserva en buen estado. La fecha de esta carta, 2 de abril de 1952, es la misma del documento en que Brod ratifica la donación de su legado y del legado KB a Esther Hoffe. ¿Casualidad? ¿O prevención del escarmentado Max Brod?

Pasan los años y los legados cambian de lugar. Otoño de 1956: nueva crisis bélica en Israel. Brod y Schocken viajan a Zúrich y depositan los manuscritos en cuatro cajas de seguridad –2690, 6222, 6577 y 6588– de la Corporación Bancaria Suiza, hoy UBS. En una de ellas se guarda el legado K, en otra –la 6577– el legado KB; en las dos cajas restantes, el legado B.

Llegados a 1961, nuevas turbulencias kafkianas: Max Brod dicta testamento y designa a Esther Hoffe heredera universal de todos sus bienes y albacea de su legado, indicando así mismo el derecho que asiste a las hijas de ésta, Eva y Ruth, de recibir su parte correspondiente. También introduce un elemento contradictorio y confuso al manifestar su voluntad de que el legado KB y el legado B sean cedidos «a la Biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, a la Biblioteca Municipal de Tel Aviv o a cualquier otro archivo público en Israel o en el extranjero, en caso de que no estén ya bajo la tutela de una o varias de dichas instituciones, a no ser que la señora Ilse Esther Hoffe haya dispuesto de ellos de otra forma durante su vida». Por un lado, dispone que los documentos se entreguen a un archivo público, en Israel o en el extranjero. Por otro, deja abierta la posibilidad de que Esther Hoffe encuentre otro destino a los manuscritos.

Mientras tanto, en Londres ya se han conocido Marianne Steiner y el especialista en Literatura Alemana, Malcolm Pasley, y tras una apelación, las cuatro sobrinas han logrado que Schocken devuelva el legado temporalmente custodiado en su biblioteca y luego en la caja de seguridad de un banco. Finalmente, Pasley traslada en su vehículo particular el legado K desde Zúrich hasta la Bodleian Library de Oxford. En esa situación –el legado K en Oxford, y los legados KB y B repartidos entre cajas de seguridad en Zúrich y en el apartamento de la calle Hayardeen, de Tel Aviv– se llega a 1968.

Desde finales de la década del 50, Max Brod mantiene relación, de padrinazgo literario, con la poeta judía de origen bohemio Netti Boleslav, que llegó a Haifa en la primavera de 1939. En los años 50, Netti Boleslav comenzó a escribir poesía, pero lo hacía en alemán, «la lengua perpetradora», repudiada por la política de hebraización dominante en Israel. Rechazada por la Asociación de Escritores de Israel, Netti Boleslav recurrió a Brod, que la ayudó y promovió, poniéndola en contacto con editoriales alemanas. Uno de sus hijos, Daniel Cohen-Sagy, escribe en el diario Haaretz: «Desde finales de la década de 1950 hasta 1968, una vez a la semana, mi madre, la poeta Netti Boleslav, se dirigía en autobús al número 16 de la calle Hayardeen, en Tel Aviv», donde conversaba sobre poesía y literatura con Brod en su despacho, mientras Esther Hoffe, en la habitación de al lado, no perdía ripio de la conversación. Pese a la vigilancia de Hoffe, en alguna ocasión la poeta y Brod pudieron encontrarse en un café. Éste le hablaba de la amistad íntima con Franz Kafka, y le confesaba algunas reservas sobre su amigo, a quien se había consagrado olvidando en parte su propia carrera de escritor.

El traer aquí la relación con la poeta Netti Boleslav responde a que los recuerdos de su hijo ponen el foco en el exceso de celo que mostraba Esther Hoffe cuando alguien entraba en el despacho de Max Brod, donde éste guardaba parte de los originales de los legados KB y B, que había sacado de Zúrich. No es éste el único testimonio del rigor y el recelo de la secretaria –obsesiva, fanática, codiciosa–, que ganó fama de estricta guardiana, como recuerda Willy Haas. Y aunque permitió que consultaran los papeles algunos investigadores –Malcolm Pasley, para su edición crítica de El proceso; los archiveros Margarita Pazi y Paul Raabe, para confeccionar un inventario; Joachim Unseld, que copió algunas cartas de Max Brod–, lo cierto es que se convirtió en la única persona con acceso total a los manuscritos, lo cual era peligroso por la posibilidad, nada infundada, de que los papeles acabaran vendiéndose en subastas o en ventas privadas y dispersándose.

El 20 de diciembre de 1968, acompañado en el Hospital Beilinson por Esther y Eva Hoffe, muere Max Brod. A su entierro en el cementerio Trumpeldor apenas asistió gente. Ese día marca un hito en la historia –rocambolesca– de la conservación, transmisión y tráfico de los papeles kafkianos.

En 1969, el Tribunal de Distrito da el visto bueno al testamento de Max Brod y ratifica a Esther Hoffe como albacea de los bienes de Brod: seis cajas de seguridad en Tel Aviv, cuatro en Zúrich, y una parte indeterminada que queda en el apartamento de las Hoffe en la calle Spinoza. Una vez en posesión de los legados KB y B, Esther los dona a sus hijas: «Los borradores, las cartas y los dibujos de Kafka que me fueron donados por Max Brod los cedí a mis hijas en porciones iguales. Los libros de Kafka de la biblioteca de Brod permanecen en posesión de mis dos hijas. Cada una de mis hijas y mis nietas tienen derecho a recibir 40 cartas del legado de Brod”. A pesar de estas disposiciones, Hoffe se reservaba el derecho a publicar o vender documentos del legado, que fueron apareciendo en el mercado tras la muerte de Brod: cartas de Kafka a los amigos y la familia, originales de relatos cortos, dibujos.

El Estado de Israel había comenzado en 1973 un litigio por la posesión del legado, solicitando del Tribunal de Distrito de Tel Aviv que impidiera a Esther Hoffe la venta de los manuscritos de Kafka. La petición del Estado fue rechazada por sentencia del 13 de enero de 1974, que reconoce el derecho de Ilse Esther Hoffe sobre el patrimonio de Brod y le permitía «hacer con su herencia lo que quisiera durante su vida».

Comienza así un pleito que se alarga hasta el año 2019 y en el que se dirimen los conceptos de propiedad (facultad de poseer algo y disponer de ello dentro de unos límites) y de pertenencia (inclusión en un grupo, institución, comunidad). ¿Era Max Brod el dueño legítimo del legado Kafka-Brod, o tendría que haberlo entregado a la familia, a las cuatro sobrinas herederas de Franz Kafka? ¿Eran legítimos de toda ley el testamento y las donaciones de Max Brod en favor de Esther Hoffe y de sus hijas? ¿Eran Ruth y Eva Hoffe legítimas herederas de los legados K y KB? Por otro lado, ¿en qué literatura encuadramos a Franz Kafka? ¿En la alemana? ¿En la checa? ¿En la israelí?


martes, 17 de junio de 2025

Kafka: el azar y Rocambole

 Cualquiera que se acerque a la vida y la obra de Franz Kafka, pronto comprenderá los tres matices que alimentan semánticamente el adjetivo «kafkiano». No tiene el mismo significado en la frase «la obra kafkiana está escrita en alemán», que en «es un cuento muy kafkiano», o que en «el sistema judicial kafkiano». En el primer caso, el adjetivo se refiere a un texto perteneciente a Franz Kafka; en el segundo se infiere que la obra de alguien que no es Franz Kafka se parece a lo escrito por el autor checo; en el tercer caso, «lo kafkiano» remite a un sistema o institución compleja, intrincada, con su dosis de absurdo, que provoca una sensación de angustia.

En mis lecturas preparatorias para esta miscelánea que es El pisapapeles de Karlsbad he encontrado más de una vez, sobre todo en reportajes, crónicas periodísticas y entradas de blog, la palabra en cuestión, –kafkiano / kafkiana– para referirse al largo y azaroso proceso de conservación y transmisión de los manuscritos kafkianos.

Después de viajar en la maleta de Brod desde Praga hasta Tel Aviv, de pasar unos años en el archivo privado de Salman Schocken en Jerusalén y luego en la caja de seguridad de un banco de Zúrich, el manuscrito de El proceso acabó en la casa de subastas Shoteby’s, de Londres, uno de cuyos empleados viajó con el manuscrito guardado en una bolsa de compras desde Londres a Nueva York, Tokio, Hong Kong y de vuelta a Londres.

Las cartas de Kafka a Milena Jesenská, escritas entre abril de 1920 y el verano de 1923, fueron entregadas por ésta a su amigo Willy Haas en la primavera de 1939, poco antes de la ocupación nazi de Praga. Antes de huir de la ciudad, Haas entregó el paquete de cartas a unos parientes. Apresada por la Gestapo, Milena Jesenská murió el 17 de mayo de 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. Willy Haas pudo regresar a Praga en 1945, una vez terminada la guerra, recuperó las cartas y las publicó en 1952.

Las cartas a Felice Bauer viajaron con ella desde Berlín a Estados Unidos. En 1956, Bauer las vendió a Schocken Books por 8.000 dólares. Las cartas se fotocopiaron y microfilmaron, pero sin identificar las cartas con los sobres, que fueron vendidos aparte. Posteriormente, el lote fue subastado en Shoteby’s en 1987 por 605.000 dólares a un comprador anónimo europeo que hizo la puja por teléfono.

En la actualidad, hay originales de Kafka en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach (Alemania), en la Bodleian Library de Oxford (Reino Unido), en el Museo Franz Kafka de Praga (República Checa), en la Biblioteca Nacional de Tel Aviv (Israel), y en paradero desconocido.

Creo que al recorrido de la mayoría de los manuscritos reunidos por Max Brod en el verano de 1924, tras la muerte de Kafka, y desperdigados ahora, le cuadra mejor el adjetivo «azaroso», hijo del azar y de la casualidad, aunque a uno se le viene el raro y peregrino polisílabo culto «vicisitudinario», que a través de su sustantivo lo transporta a un cine de verano de su infancia, quizás en Gibraleón, a la película de Jean Paul Belmondo y Ursula Andress en que descubrió aquella palabra que hilaba una tras otra adversidades e infortunios del protagonista, Las tribulaciones de un chino en China (la negrita es mía).


La historia de los manuscritos kafkianos no es kafkiana, no provoca angustia ni desazón existencial, sino vivo interés y curiosidad, y admiración por las personas que de una manera u otra han contribuido a conservar y transmitir el legado del autor de La metamorfosis. Despiertan también estas historias al detective que uno lleva dentro, que va encontrando hilos aquí y allá, alegrándose cuando casan, sorprendiéndose ante inesperados giros y descubrimientos, o asumiendo la pérdida irremediable de otros. Peripecias librescas al fin, andanzas y correrías literarias que convierten estos manuscritos kafkianos en auténticos personajes capaces de alimentar las más nobles pasiones, como también las más descaradas mentiras y deslealtades.

Ensartadas, en extraordinaria sucesión, inverosímiles a veces, estas historias más que kafkianas son rocambolescas, nos atrapan en su intriga como aquellas películas francesas de nuestra infancia en el cine de verano, quizá en Gibraleón, quizá ya en Córdoba, con aquel Rocambole de guante blanco que salía triunfante de las situaciones más difíciles. Así los manuscritos y originales de kafkianos, que no han dejado de llegar a nosotros desde aquel lejano 1924, en que la hermosa traición de un amigo impidió su quema y desaparición.


lunes, 9 de junio de 2025

Pleitos tengas...


Página manuscrita de El proceso

 Cuando Max Brod se establece en Israel, la publicación de los escritos inéditos de Kafka está ya muy avanzada: se han editado prácticamente todos sus textos narrativos y una selección de sus diarios y cartas; sólo quedan por aparecer distintas colecciones completas de cartas –a Max Brod, a Felice Bauer, a Grete Bloch, a Milena Jesenská, a sus editores, a sus padres, a su hermana Ottla–, que lo irán haciendo a partir de 1952. El grueso del trabajo como editor de Franz Kafka está cumplido, así que en adelante se dedicará sobre todo a la revisión, ordenación y preparación para la imprenta de su propia obra en el tiempo que le deje su trabajo como asesor del teatro Habima y las conferencias dentro y fuera de Israel.

Recordemos y dejemos claro para de aquí en adelante que la famosa maleta viajera de Brod contenía tres lotes distintos de material: el legado perteneciente a la familia, a las cuatro sobrinas de Kafka supervivientes del holocausto (en adelante legado K); el integrado por manuscritos regalados por Kafka a Max Brod (KB), y el legado de originales, borradores y partituras del propio Brod (B).

Precisemos también que no todo el material acabó depositado en el mismo lugar. Preocupado por la seguridad y las condiciones materiales de conservación, Brod escribió el 5 de mayo de 1940 a Gotthold Weil, director de la Biblioteca Nacional, perteneciente a la Universidad Hebrea de Jerusalén: «¿Sería posible que me guardase usted una maleta de mi propiedad que contiene importantísimos manuscritos? En ella está el legado de Franz Kafka, mis composiciones musicales y mis diarios aún sin publicar […] Me gustaría que usted los pusiera a salvo, si es posible que algo esté seguro hoy en día». Días de guerra aquellos, con el ejército nazi invadiendo Europa occidental. Días de inseguridad. Tenía razón Brod. Mientras negociaba el depósito de los manuscritos kafkianos en la Biblioteca Nacional, el 9 de septiembre la aviación italiana bombardea Tel Aviv y Brod recurre al editor y coleccionista Salman Schocken, en cuya biblioteca personal en la calle Balfour, de Jerusalén, deposita parte de su tesoro, el legado K, en una caja de seguridad a prueba de incendios, de la que solo existe una llave, lo tranquiliza Schocken.

El 4 de agosto de 1942, con 59 años, muere Elsa Taussig. A pesar de su delicada salud, era una mujer decidida –ella fue la que organizó la huida de Praga–, intelectualmente activa, miembro del Círculo de Praga y reputada traductora al alemán del ruso, francés, italiano, inglés y checo, aunque en los ambientes cultos de Praga fue su marido quien se llevó la gloria del reconocimiento. Tras la muerte de su esposa, el panorama de Brod se ensombreció. A la soledad de la viudez, y sin más familiares en Tel Aviv, se sumaba una cierta frustración por sentirse –y serlo– ninguneado, al tratarse de un escritor que se expresaba en alemán, lengua proscrita por el sionismo nacionalista. Por otro lado, añádase el aislamiento social que suponía en la vida cotidiana el desconocimiento de la lengua hebrea.

Fue precisamente en una escuela de hebreo donde Max Brod conoció a Otto Hoffe, antiguo gerente en Praga de una empresa de papelería y objetos de escritorio. Casado con Ilse Esther Reich, la pareja tenía dos hijas, Eva y Ruth, de ocho y cuatro años al llegar a Palestina. Los Hoffe enseguida acogieron a Brod como uno más de la familia: les leía cuentos en alemán a las niñas, las llevaba a los ensayos del teatro, tocaba el piano para ellas, que lo aceptaron como un segundo padre. Brod convenció a Esther Hoffe para que lo ayudara en la organización y transcripción de los manuscritos que conservaba en su casa y en las cajas de seguridad de la biblioteca de Salman Schocken. Cada mañana, durante 26 años, Esther Hoffe caminaba desde la calle Spinoza hasta el 16 de la calle Hayardeen, subía al piso de la tercera planta, donde disponía de una habitación que le servía de despacho y ayudaba a Brod, que consideraba a Esther Hoffe «mi socia creativa, mi crítica más despiadada, mi ayudante y aliada … un ángel al rescate». La mayoría de investigadores y periodistas dan por hecho que la relación entre Max Brod y Esther Hoffe fue más allá de la habitual entre jefe y secretaria, y que se convirtieron en amantes. Eva Hoffe recuerda al respecto: «Los tres eran más felices cuando estaban juntos […] Salían juntos, viajaban juntos al extranjero, y se apoyaban mucho. Eran un trío. Hay cosas así. Había amor entre mi madre y Max, entre mi padre y mi madre, y entre mi padre y Max […] Mis padres y Max tenían 60 años cuando llegaron a este país. Y aunque hubiera algo, ¿qué más da? No me interesan los tríos románticos. Todos vivían en paz juntos».

En esta larga historia de legados, a Esther Hoffe le tocó el papel de celosa guardiana que impidió durante años el acceso de los investigadores a los originales de Kafka y de Max Brod. Suponemos que si en su momento se hubieran conocido ciertos hechos, la opinión sobre ella no sería tan negativa. En 1945, quizá como pago por su trabajo, Max Brod donó a su secretaria algunos originales del legado Kafka-Brod. Esa donación la ratifica Brod dos años más tarde, el 12 de marzo de 1947, concretando que se trata de «cuatro carpetas de mis recuerdos de Kafka», que incluían también algunos dibujos; junto al documento de donación, una nota aclaraba: «Las cartas que Kafka me dedicó y que me pertenecían, son propiedad de la señora Hoffe».

Páginas manuscritas de Kafka

Transcurridos unos años más, en fecha 2 de abril de 1952, Brod escribe una carta donación a Esther Hoffe –«Querida Esther, en 1945 te regalé todos los manuscritos y cartas de Kafka en mi posesión»– en la que desglosa el material donado, que se encontraba en una caja de seguridad desde 1948: cartas de Kafka a Brod y Elsa Tausig; los manuscritos de El proceso, Descripción de una lucha, Preparativos para una boda en el campo; el mecanoscrito de Carta al padre, tres cuadernos con diarios de los viajes a París, el borrador del primer capítulo de una novela a cuatro manos, entre Brod y Kafka, titulada Richard y Samuel; el «Discurso sobre la lengua yidis», escrito en 1912 como presentación de una obra de teatro interpretada por su amigo, el actor Jizchak Löwy, un cuaderno con ejercicios de hebreo, aforismos sueltos y algunas fotografías. En un margen de la carta aparece la conformidad con la donación –«Por la presente acepto este obsequio»– y la firma de Esther Hoffe. Aclaraba también Brod, que la donación no era de carácter testamentario, efectiva tras su muerte, sino que se trataba de una donación en vida y de efecto inmediato. 

Pero ni Max Brod ni Esther Hoffe podían imaginar la que se avecinaba.

Esther Hoffe y Max Brod

sábado, 31 de mayo de 2025

Sublime sin interrupción

 

A Joaquín Arenas

De los amigos, Joaquín era el más disfrutón con la lectura. Solía descubrirnos libros y autores: sagas nórdicas, novelas del ciclo artúrico, Álvaro Cunqueiro, las Cartas desde mi molino, de Alphonse Daudet… Uno de ellos fue Las ninfas, de Francisco Umbral. Lo leí en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino. Un ejemplar en esa misma colección es el que buscaba el fin de semana pasado en el Rastro madrileño. No fue fácil encontrarlo. Se ve que Umbral no es autor revisitado por los lectores ni revisado por la crítica.

El ejemplar que compré por 1,95 euros tenía amarillento lo blanco de la cubierta y algo estropeados los bordes superiores; le faltaba un trocito en el lomo, justo donde iba impreso el dibujo del ancla y el delfín, y presentaba un doblez de por vida en una de las primeras hojas. Por lo demás, el libro tiene buen aspecto a sus 49 años, aseado, compacto, sin más heridas. Fue el único Umbral que vi en los puestos callejeros.

En febrero de 1976, cuando aparecieron las dos primeras ediciones de la novela, yo cumplía 20 años. Vivíamos aún en la calle Altillo, en el Campo de la Verdad. Llevaba el pelo largo, gafas de lágrima, pantalones vaqueros y camisas de cuadros. Así aparezco en algunas fotos borrosas de aquel cumpleaños junto a mis hermanas y Joaquín.

Todavía de luto el país, con Franco recién muerto. Gestándose ya la Transición. ETA. Los GRAPO. El Frente Polisario y la Marcha Verde. El Concorde. Pinochet en Chile. Los montoneros en Argentina. Bobby Fisher y Anatoli Karpov. Las canciones de Bob Dylan. El Born to run de Bruce Springsteen que me regaló Fátima. Las primeras películas de Woody Allen. El patio de Triana. Tiburón… Haciéndose uno. Adentrándose en su juventud. Aplicándome en los estudios de Filología. Enamorado y virgen. Escribiendo en secreto mis primeros poemas.

Las ninfas fue lo primero que leí de Umbral. Luego vendrían sus columnas periodísticas –Iba yo a comprar el pan, Spleen de Madrid, Los placeres y los días–, donde descubrí el adjetivo “convulso” y me lo apropié, porque así me sentía yo por aquellos días.

La novela cuenta en primera persona la adolescencia del protagonista en una pequeña ciudad castellana. Es un Bildungsroman, una novela de iniciación y aprendizaje en la que el narrador, Francisco, acaba comprobando que el conocimiento de la realidad conduce a la decepción, que las ilusiones suelen ser pompas de jabón. Umbral acaba ofreciéndonos también el retrato de una sociedad provinciana, regida por el aparentar, por una moralina estricta, clasista y cruel, reprimida y represiva, dominada a su vez por un clero obsesionado con el temor al pecado: “La religión –escribe el narrador– era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad. La religión presentaba siempre el peligro como pecado y el pecado como peligro» (57).

Podría ahora tender la novela en la mesa de disección, abrirla en canal, analizar el paso del tiempo –la adolescencia del protagonista–, encomiar la valía del autor en el retrato de personajes y en la descripción de ambientes, sistematizar los núcleos temáticos de la novela –familia, sexo, religión, bohemia, la ciudad, el oficio literario–; reflexionar sobre ciertas claves simbólicas del libro, como los trenes que pasan de largo o la habitación azul donde fraguan las ensoñaciones del protagonista; divagar sobre el dandismo –la sublimidad– de Baudelaire y del narrador, con sus guantes amarillos; extenderme en la larga noche de la posguerra del país o pormenorizar el lirismo del lenguaje, apuntar la eficacia de los adjetivos y la oportunidad de las comparaciones, pero se lo evitaré al lector. Lo invito simplemente a que busque esta novela y la lea.

Prefiero contestarme a la pregunta que yo mismo hace unos días me hice –¿por qué me gustó aquella novela de Umbral?–, y que me acabo de hacer después de releerla. Razones estrictamente literarias aparte, no negaré que envidiaba las experiencias eróticas del protagonista, pero sobre todo su valentía al romper con la familia, con la ciudad, con su novia, con sus amigos; su visión crítica de los curas y frailes que aparecían en la novela, su desdén por la sociedad “bienpensante”, el desapego por aquella ciudad que se convertiría en cárcel de seguir en ella. Y más aún, admiraba su determinación de consagrarse al oficio literario.

Sí, compartía rasgos con el narrador, como el amor por la poesía –leía a Walt Whitman y Baudelaire, a la Generación del 98 y a Juan Ramón Jiménez, a los modernistas y a los poetas del 27, a los anónimos autores de las canciones y los romances medievales...–; compartía también el asistir a lecturas, presentaciones y conferencias de escritores locales, y fue así como acabé leyendo a Ricardo Molina, conociendo a Juan Bernier, o coleccionando varios números de la revista Kábila, y alguno de Zubia, a cuyos miembros fundadores y colaboradores conocía de vista, de cruzármelos en la calle o de encontrarlos en alguna taberna, en algún pub, en un evento literario, en un concierto al aire libre o en alguna plazoleta de la Judería. Eran para mí días extraños, convulsos –gracias Umbral–, porque para entonces, en tercero de carrera, tenía clara mi verdadera querencia: leer, escribir sobre lo que había leído y, de vez en cuando, un poema, clásico y moderno a un tiempo, vanguardista y antiguo, novedoso y tópico. En fin, un afán, la persecución de un sueño en el que ando todavía, aunque debo reconocer que en 1976 era un iluso inmaduro al que le faltaban las palabras porque le faltaban experiencias, viajes, amores, atrevimiento y seguridad en sí mismo.


lunes, 26 de mayo de 2025

La línea de sombra en tu voz

Yo tenía 27 años y trabajaba como profesor de Lengua en la Academia Lope de Vega. El último día de clase del primer trimestre, ya con las notas entregadas, una alumna, Beatriz Santofimia, me buscó en la sala de profesores y me entregó, nerviosa, lo que parecía un libro envuelto en papel de regalo. Ábralo en su casa, me dijo, espero que le guste. A mí me ha encantado. Perdone los subrayados y los comentarios. Una manía. Dentro hay otro regalo.

Beatriz había abandonado su pueblo y los estudios con quince o dieciséis años para trabajar en una asesoría en Córdoba. El trabajo le permitía vivir en un piso compartido sin la ayuda de sus padres, pero no le ofrecía posibilidades de promoción, así que se había matriculado en la academia para hacer el segundo ciclo de Administración. Luego quería dar el salto a Derecho.

Cuando acabé el papeleo me despedí de mis compañeros y bajé por la calle de la Feria hasta la Sociedad de Plateros. A primera hora de la mañana apenas había jaleo en la taberna, ocupé una mesa pequeña en el patio, pedí un café y saqué el libro de su envoltorio. Era un ejemplar de la editorial Hiperión, con la cubierta en rojo. Lo conocía. Yo mismo lo había comprado la semana anterior. Su autora había logrado el premio Adonais con 21 años, y aparecía en periódicos, suplementos y revistas, en programas de radio y televisión, en lecturas poéticas, conferencias y simposios. Para algunos críticos, la joven poeta representó la eclosión de una nueva generación de poetas, los postnovísimos, que mayoritariamente optaron por la estética de  la tradición clásica o por la poética del silencio. En cambio, la autora del libro había elegido otro camino, había retomado la vía del surrealismo, sazonada con referencias culturalistas –Mozart, Bach, Rilke, JRJ, Baudelaire, Rimbaud, Virginia Woolf–, sirviéndose del versículo y de las técnicas de las cascadas de imágenes, las asociaciones inmediatas, la exploración de lo onírico y lo irracional. Para otros, el libro era pura palabrería ininteligible,  sin conciencia de la arquitectura del poema, simple sarta de palabras al azar que reivindicaba a destiempo el surrealismo. Aplicada a ese libro y a su autora oí por primera vez la palabra bluf.

Cuando abrí el libro, la entrada  ya apuntaba maneras. Escritos con pluma en tinta negra, dos versos y una data: «Con los labios grisáceos del viejo diciembre / aprendí los besos hasta entonces ignorados… Córdoba, 21 de diciembre 83». Me detuve apenas en las páginas de cortesía, donde aparecía una foto de la joven autora, en el prólogo de Francisco Umbral, con algunos subrayados a lápiz: dueña innata de una sintaxis lírica … escritura en vuelo y en vilo, siempre en trance … todos los animales, miedos, dedos, todos los bosques y todas las infancias … caminaron en un mismo sentido, constituyéndose en escritura…

En los márgenes del primer poema, «Di que querías ser caballo esbelto, nombre» encontré tres notas a lápiz, un verso destacado y tres subrayados: adelfa blanca, marihuana, lágrimas verdes. La primera nota a lápiz era simplemente «El sueño», y estaba escrita junto a este versículo: Dilo, caballo griego, que querías ser estatua desde hace diez mil años. La segunda nota, en el margen derecho era una precisión sobre la planta de la adelfa: «la pureza venenosa de la adelfa», supongo que en alusión a su toxicidad. La tercera nota era también explicativa: «la visión verde alucinada y sensual de la marihuana».

Desde ese momento me dediqué a buscar subrayados (anémonas de égloga, desiertos de tomillo, árboles como nervios crispados del día, y no puedo pensar en las palomas que habitan la palabra Alejandría) y notas («otra pureza letal, la de las anémonas», «la naturaleza: vida y muerte», «Pura hermana de amor y muerte»), olvidándome del resto. Comprobé que los subrayados eran mayormente alucinaciones del yo vidente (ahorcaron con algas, cimas de cianuro, pétalos desandados por el pie de la noche, hortensias vestidas de pupilas, montado por calavera sin anémonas, el alma hecha de ortigas) nombres de frutas y plantas (pomelos, zarzas negras, yedra mala, espliego falso, musgo, magnolia, álamo vihuela, malvas, jacinto, tojo, moras lilas) drogas, barbitúricos y venenos (veronal, opio, cicuta, arsénico). 

No me interesaba en ese momento el libro, que ya había leído en casa el día que lo compré, y que me había dejado perplejo, no tanto por la omnipresencia mediática de la autora, como por comprobar que aquellos versos, aquellos poemas a los que no hallaba pie ni cabeza, aquellas letanías non sense, aquellas visiones en trance, motu proprio o sustancia narcótica mediante, me hacían dudar de mis propios versos, de mi autoestima como poeta que buscaba la sencillez y la luz, la emoción sincera y la comunicación con el lector. Aquella verbosidad confusa no estaba hecha para mí. No entendía que la poesía hubiese de ser aquel exceso de imágenes, aquella suma y multiplicación de metáforas por metáforas y metáforas. Yo no quería ser un surrealista, ni un místico a deshora, sino poeta de mi tiempo, que asume la tradición y busca discretamente su maniera, su decir.

Pero no pensaba así Beatriz Santofimia, que parecía dispuesta a ser una postnovísima surrealista según pude comprobar con el poema manuscrito que encontré en una cuartilla plegada entre la solapa posterior, que tuvo a bien dedicarme y que reproduzco aquí. Se trataba de una composición en verso libre que recogía, con correcciones y algunos añadidos, inspiradas sin duda por la lectura del libro galardonado, las anotaciones a lápiz que fui encontrando en los márgenes.

El poema se incluyó en Radiografía de las nubes (1985). Tras un segundo poemario en la misma línea surrealista, Entropías (1991), Beatriz Santofimia abandonó la escritura. Establecida de nuevo en El Viso, en la actualidad compatibiliza el ejercicio de la abogacía con la explotación de una granja de caracoles.

***

Homenaje a una niña de provincias


Con los labios grises del viejo diciembre
conocí los besos hasta entonces presos en la piedra
la belleza letal de las adelfas
la verde sensualidad alucinada por la marihuana

Pura hermana de amor y muerte
de algas transmarinas y océanos mudos

Pura hermana dulce
como los labios de las lilas
como el árbol tabú del exorcismo
como la línea de sombra en tu voz

Oh Rimbaud es el caballo que galopa
frenético tu cuerpo helecho
tu cuerpo ámbar cuaternario
tu sexo de pájaro en el atardecer

Pura hermana temblor terrestre
de blancas visiones metamorfoseadas
en alba, nieve, magnolia o cristal.

Oh pura hermana blanca
de anémonas marchitas
en un mayo sonámbulo.

Oh Rilke Rilke el poeta
el ángel

miércoles, 14 de mayo de 2025

Relecturas


Los lectores tenemos a veces el capricho, la manía, o la necesidad, de releer un libro en la misma edición en que lo leímos por primera vez. En mi caso, fue así, por ejemplo, con un ensayo de Unamuno, lectura obligatoria en la asignatura de Lengua en el COU, una recopilación de artículos periodísticos titulada Contra esto y aquello –el carácter polémico del escritor bilbaíno se refleja hasta en sus títulos–, que había aparecido en la serie verde de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. Hace unos años conseguí un ejemplar de la misma quinta edición que yo debí de leer durante aquel curso preuniversitario en la Córdoba de 1972. Ese mismo capricho –manía o necesidad– me llevó a buscar las obras de Bécquer y de Góngora en Aguilar, o la edición del Epistolario español de Rilke que se me había desestructurado y descuajaringado del mucho uso.


Hace unos días, para descansar de un tocho de setecientas páginas sobre la historia del IRA en los años 70, busqué en mi biblioteca algo de menos páginas y de autor español. No recuerdo el cómo ni el porqué me encontré ante la letra ele en las estanterías y busqué Laforet, la autora de Nada. Pero nada, Nada no aparecía por ninguna parte y hube de desistir. La historia de Andrea en la Barcelona de la inmediata posguerra había desaparecido. Las mudanzas. Un préstamo a un amigo. Una ausencia inexplicable. Una amiga me prestó un ejemplar, pero no podía leer en él: ni me gustaba el tamaño, ni el peso, ni el papel, así que dejé la lectura en las primeras páginas, le devolví gentilmente el libro y esperé a que me llegara el ejemplar de la edición que recordaba haber leído, en la Colección Áncora y Delfín, de la editorial Destino.

La querencia por recuperar la misma edición de un libro perdido de nuestra biblioteca no equivale exactamente a la relectura de un libro que lleva con nosotros mucho tiempo. En el primer caso, el libro en cuestión o se ha perdido o lo tenemos en una edición que incluso puede ser mejor en lo material o en el contenido, una edición crítica, por ejemplo, pero que no tiene para nosotros el enganche sentimental, íntimo, que supone recordar cuándo o en qué circunstancias de nuestra vida lo leímos, dónde lo compramos o quién nos lo regaló, eso que no tiene valor económico pero que para nosotros tiene un precio incalculable.

El segundo caso, volver a un libro que nos acompaña desde años ha, nos proporciona también la experiencia de reencontrarnos con un fantasma del pasado, con un yo con el que nos seguimos identificando o con un yo que no reconocemos ahora, que nos sonroja por su atrevimiento juvenil, porque hemos cambiado de ideas o porque el autor ha acabado por aburrirnos y desinteresarnos, sólo que ha estado ahí siempre, como un amigo de la infancia al que nunca renunciamos.

Con Nada estamos ante el libro que se vuelve a comprar en el mismo formato, en idéntica edición a la que teníamos. Es un rescate por el que incluso se pagan unos euros más. No se recupera nuestro original, pero al menos se restituye una copia fiel a los estantes y ya procurará uno que no se repita la desaparición.

Supongo que leí por primera vez la novela de Carmen Laforet en los últimos años de facultad o en los primeros de vida profesional y preparación de oposiciones. El otro día, cuando buscaba el libro en las estanterías, no recordaba con precisión la trama pero sí el estado emocional que dejaba la novela: aquel verano barcelonés, aquel piso de la calle Aribau poco a poco desmantelado para procurarse el sustento escaso de unas sopas de verduras, aquella familia de vencidos por la guerra civil, aquel clima opresivo, aquel niño de incierto futuro, aquel mundo aparte donde imperaban la violencia, el odio, los gritos, el maltrato y la resignación.

Tremendista en ciertos pasajes la novela, lírica y existencial, Carmen Laforet acertó a retratarnos la Barcelona partida aún por la reciente guerra, la Barcelona del hambre, la Barcelona de los derrotados, de los moralmente hundidos, de los silenciados y olvidados, y la Barcelona de los amigos de la protagonista, estudiantes universitarios, de la burguesía que apenas sintió el desastre y pronto se recuperó. Quien dice Barcelona, dice España, porque Nada es un retrato del país.

Una vez leída la novela, es difícil olvidar la sordidez en que se desenvuelve la familia de la protagonista, la frustración, el dolor, la desnudez material y afectiva que gobierna sus vidas, o ese acierto de la autora para identificar las descripciones de la ciudad y de la meteorología urbana con los estados de ánimo de la protagonista: Andrea, no deja de ser una víctima en aquella casa desangelada de la calle Aribau, donde la única escapatoria es la buhardilla en que se refugia el desgraciado tío Román.

A pesar del existencialismo de la novela, de la truculencia de algunas escenas, del engarce artificioso de alguna historia, Nada retrata con fidelidad un periodo terrible de nuestro pasado y es un ejemplo de cómo la literatura es capaz de mostrar a lo vivo la realidad, de cómo en la buena literatura, verdad y ficción no están reñidas. Pero la novelista va más allá del retrato, propone también, o así me lo parece, una nueva ética, individual y colectiva, una nueva manera de relacionarse que no conduzca al extremismo y la polarización, al odio ni a la barbarie de una guerra: «Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes».

Gratificante relectura de Nada.

martes, 29 de abril de 2025

Divagaciones

Silencio en las primeras horas de la noche...

El latir sólo de las estrellas. Y descubrir que son millones en la oscuridad...

La vida apagada...

Desconectados...

Aislados...

Desinformados...

Piensa uno en esos dos locos y en las cohortes fanáticas que los mantienen y los alientan. Los creo capaces...

Recuerda uno tardes noches de su infancia a la luz débil de unas bombillas que se apagan cuando caen dos gotas. La España del candil y el carburo campesino, del quinqué historiado y del infiernillo de petróleo. Pero no es lo mismo. No es ésta apagada de hoy aquella España, aunque algunos la añoren y pretendan revivirla y sumir a los españoles en otra noche oscura...

Piensa uno, asomado a su balcón, en las noches de Gaza y de Ucrania. En el terror de las bombas que se cuela en los sueños de sus habitantes...

Piensa uno, a pesar de los eufemismos, o precisamente por ellos «fuerte oscilación en los flujos de potencia»,«desconexión de generación fotovoltaica», «cero energético»‒ en la fragilidad del sistema. En la picaresca y la chapuza nacional, en el «ahorro de costes» a costa de seguridad. En los beneficios inmorales.

En lo fácil que resulta dejar un país a oscuras...

Asomado al balcón de su casa, trata uno de imaginarse los caminos de esta dehesa en oscuras noches medievales, el aspecto del pueblo a la sola luz de las estrellas, sin luna y sin farolas. Y piensa en los mandobles del XVII, en la impunidad de las callejuelas a oscuras, donde se emboscan y encapan matones de cicatriz y espada mercenaria...

Piensa uno en la vulnerabilidad de la red, de la colectividad, en los cinco segundos ‒uno… dos… tres… cuatro... cinco...‒ que han bastado para el apagón peninsular. 

Y en la gestión de lo imprevisible. De la incertidumbre.


sábado, 26 de abril de 2025

Nubes

Domingo. He aprovechado que lucía el sol para dar un paseo. Arriba, el azul celeste, sin mácula, es la imagen de la infinitud. 

El aire limpio deja ver los perfiles nítidos de las sierrras en varios planos de profundidad, los cortados de roca, las quebradas, los caminos y cortafuegos, los claros y las manchas de matorral.

He subido hasta el cerro Miralobos y desde allí las veo llegar: avanzan despacio, deslumbrantes, majestuosas, apagando los brillos de la mañana.

¡Ah, las nubes!, exclamo para mis adentros, con melancolía a pesar de la belleza de la estampa:


Arriba nacen.
Sobre nosotros pasan.
Atrás nos dejan.


miércoles, 23 de abril de 2025

Ventura / Desventura

Naufragar. Vieja metáfora del fracaso. Aunque puede entenderse el naufragio como una posibilidad, o suerte, de supervivencia y, por tanto, de éxito ante el infortunio: Robinson Crusoe sobrevivió al naufragio y abandonó la isla convertido en un hombre sabio.

Naufragar no siempre es hundirse, condenarse. A veces es un paso hacia tierra firme. Hacia la salvación.


viernes, 28 de marzo de 2025

Nuestros vecinos árabes


«El Estado judío que queríamos preparar “allí”, en Palestina, debía fundarse sobre la justicia y el amor altruista entre individuos e incluía, como norma, ofrecer amistad y ayuda a nuestros vecinos cercanos, los árabes». Esto escribía Max Brod, el amigo y albacea de Kafka, recién convertido a la causa del sionismo, diez años antes de abandonar Praga por la ocupación nazi en 1939.

Propugnado por el judío vienés Theodor Herlz, el movimiento sionista ‒regreso a Eretz Yisrael, ‘la Tierra de Israel’‒ comienza a finales del siglo XIX y se intensifica en las primeras décadas del siglo XX, paralelamente al auge del nazismo.

En las palabras de Brod destaca el optimismo y la ingenuidad, un sentimiento de fraternidad, de buenas intenciones y armonía social, propias de una utopía donde reinan la justicia, el amor, el altruismo y la amistad.

Duele ver en lo que se ha convertido aquel amor fraternal judío, aquel sentimiento de buena vecindad, aquella solidaridad con el pueblo árabe.


© dpa Picture Alliance

martes, 25 de marzo de 2025

Papel pautado


Tarsicio Toledo (Torrecampo, 1937—Benidorm, 2013) fue músico de formación y poeta de vocación. Hijo de familia emigrada a Altea a principios de los sesenta, completó su formación musical en el conservatorio de Alicante, donde llegó a ser alumno del maestro Óscar Esplá. Instalado posteriormente en Benidorm, se integró en la Unión Musical de la localidad, llegando a figurar como director suplente de la misma hasta su jubilación en 2002. Compuso casi un centenar de piezas, alcanzando notoriedad con pasodobles como Entre jaras y encinas, Caprichos serranosRomeros y veredas, o Recuerdos del Guadamora. Es autor también de la música y letra de la suite Aires de abril, de la Serenata en sol mayor y de la rapsodia Primero de mayo.

La necesidad de crear letras para sus composiciones musicales lo llevó a la poesía, siendo autor de notables poemarios, entre los que destacamos el neorromántico Adagio maestoso y La sierra en flor, una meditación de elevado vuelo sobre el paso del tiempo.


***

El corazón de las sombras


El corazón de las sombras no late en el mar,
ni asoma frío en las noches de marzo con lluvia.
El corazón de las sombras es un piano mudo,
un vacío de acordes, de memoria sin música.
Nada que decir tienen las sombras, que cantar.
Sólo sombras. Sólo nada. Sin ritmo. Sin voz.
Sin vida las sombras si no las hacemos nuestras
y nos acompañan hasta el final de la luz.

                                                            [Del libro Armonías (2008)]

viernes, 21 de marzo de 2025

We shall overcome

A Lidia Cantarero

En las primeras páginas de No digas nada, donde el periodista estadounidense Patrick Radden Keefe analiza el problema de Irlanda del Norte, se nos cuenta que el día 1 de enero de 1969 un grupo de estudiantes se congrega en el centro de Belfast para emprender una marcha a pie hasta Derry, con pancartas a favor de los derechos civiles, como la famosa marcha de Martin Luther King y otros líderes afroamericanos en Alabama, de la que se acaban de cumplir 60 años. Los manifestantes, escribe Keefe, a los que se les unieron varios centenares más durante el recorrido, iban cantando la canción «We Shall Overcome». Detuve aquí unos instantes la lectura y me transporté a la Córdoba de los primeros años setenta.

Después de 5 años de errancia académica —instituto La Rábida, de Huelva, colegio salesiano de Pozoblanco, institutos Séneca y Góngora de Córdoba, academia Lope de Vega—, ¡dos cursos seguidos en el recién construido Averroes! Allí me reencontré con antiguos compañeros del Séneca y con mis amigos del Campo de la Verdad. Fueron años de descubrimiento: los barrios, las exposiciones de pintura, el teatro, las novelas del boom, la música, el cine. La vida empezó a estar entonces fuera de la casa y de la familia, lo importante era la calle y los amigos. Años también de plantearse las grandes cuestiones —Dios, el sexo, la política—, dejar de ir a misa, reconocerse ateo, enamorarse, masturbarse, definirse ante la dictadura, acercarse a la historia republicana del país, declararse contra el holocausto, del que entonces empezábamos a saber, decantarse por los derechos civiles, contra la guerra de Vietnam, contra las dictaduras sudamericanas, irse posicionando, en fin, y construyendo nuestra identidad.

Uno de los elementos de aquellos años que contribuyó a nuestra educación fue la música. «We shall overcome» fue la primera canción que aprendí en inglés. Éramos muy cantarines entonces, si nos reuníamos en nuestras casas, sentados en una plazoleta o en un jardín, a la ida o la vuelta del instituto, caminando por la ciudad,  en las habitaciones de las tabernas, en el Patio de los Naranjos o en una jira campestre, acabábamos cantando. Sí, nos aprendíamos canciones y las cantábamos a coro en cualquier sitio. Ensayábamos voces, ritmos, incluso llegamos a ponerle música a un poema de Miguel Hernández siguiendo la estela de Serrat. Teníamos un repertorio variado: canciones de tuna, romances y coplillas del folklore popular, canciones de Brel, Brassens y Moustaki, Nuestro Pequeño Mundo, Mocedades, Paco Ibáñez… 

Alguien llegó un día con una copia mecanografiada de aquella letra en inglés —un himno repetitivo, una letra fácil de memorizar aunque casi ninguno de nosotros sabía inglés—, la copiamos cada uno en un papel y la hicimos nuestra, y el «Venceremos» sonó más de una vez por las calles de Córdoba. Aquella canción —no fue la única—, abrió camino en nuestras jóvenes conciencias, formulaba una utopía que compartíamos y asentó nuestra creencia en la igualdad con un mensaje que sigue completamente válido en nuestros días.

El viejo góspel evangélico cantado en las iglesias se convirtió en himno a favor de los derechos civiles de la comunidad afroamericana de Estados Unidos y finalmente acabó siendo una canción protesta a favor la justicia, la igualdad y la libertad, coreada tanto por independentistas irlandeses como por jóvenes cordobeses en busca de su identidad.

Nuestra historia personal y colectiva también está hecha de canciones.


miércoles, 19 de marzo de 2025

19 de marzo


Extraña sensación

Va la tarde de marzo
dejando en estos versos
la soledad de las calles,
el silencio de los pájaros,
la canción de la lluvia
y la melancolía,
el rumor de un vacío
que florece en tu pecho
y perfuma tu noche.

lunes, 24 de febrero de 2025

La maleta de Max (4)

A Luis Pozo

Cuando Malcolm Pasley conoció a Marianne Steiner y ésta le contó las vicisitudes del legado de su tío, que conocía por Max Brod, enseguida tomó cartas y asumió el papel de consejero de las tres sobrinas, proponiéndoles disponer cuanto antes de aquel tesoro y depositarlo en Oxford para evitar que se dispersara en ventas a particulares y en subastas, también para ponerlo a disposición de los estudiosos de Kafka, que ya cuestionaban abiertamente los criterios de edición de Max Brod.

No fue cosa de coser y cantar. Enseguida encontraron el hueso de Salman Schocken, en cuya biblioteca personal de Jerusalén había guardado el legado de Kafka antes de ser trasladado a Zúrich, que se mostraba reacio a devolverlo. No fueron las palabras educadas de Pasley ni sus argumentos incontestables, fue la vehemencia, la porfía y las fuertes palabras de Marianne Steiner —¿incluidas amenazas de denuncia por apropiación ilícita?— las que obligaron al coleccionista a entrar en razón y ceder el legado a sus legítimas propietarias. Valga en testimonio de la firme insistencia de la sobrina esta queja de Schocken en carta a Max Brod: «Entiendo la agitación de la señorita Steiner. Pero no recuerdo que en mis cuarenta años de trabajo profesional alguien me haya hablado en un lenguaje así».

Llegados finalmente a un acuerdo en abril de 1961, Malcolm Pasley, que en ese momento estaba de vacaciones en Austria, viajó en su automóvil Fiat hasta Zúrich, se encontró con Schocken, comprobó la autenticidad de los manuscritos, que quedaron asegurados en 100.000 libras, y trasladó el legado familiar de Kafka —diarios, diarios de viajes, cartas y postales, aforismos, los manuscritos de El castillo, América, La metamorfosis, cuentos— hasta la biblioteca universitaria de Oxford (Bodleian Library), donde permanece en fideicomiso desde 1962 junto a otros manuscritos kafkianos allegados posteriormente.

Después del traslado del legado LKB a Suiza en 1956, buena parte siguió depositada en cuatro cajas de seguridad del banco de Zúrich (manuscritos de El proceso, de Preparativos para una boda en el campo y de Descripción de una lucha, correspondencia con Kafka, con Dora Diamant, pruebas de imprenta de «Un artista del hambre», hojas manuscritas sueltas, dibujos…). Otra parte se guardó en un banco israelí, y otra en el apartamento del número 16 de la calle Rechov Hayarden de Tel Aviv. Los papeles de Kafka, que habían viajado en una sola maleta desde Praga en marzo de 1939, quedaban ahora dispersos —a imagen de la diáspora del pueblo judío— entre Oxford, un banco de Zúrich, otro de Tel Aviv, y el apartamento de Brod, hasta éste que muere en 1968. Pero aún quedaba material kafkiano por aflorar y dispersarse.

Aunque no lo parezca, es una venganza del destino. Quién te iba a decir, Franz Kafka, el mercado millonario que surgiría con el tráfico y la compra-venta de tus papeles. Que la familia Schocken iba a obtener un extraordinario beneficio revendiendo las cartas que le habías escrito a tu novia berlinesa, Felice Bauer. Que el manuscrito de la desordenada e inacabada historia sobre Josef K, que regalaste en 1920 a tu amigo Brod, iba a venderse por dos millones de dólares, a convertirse en una novela y luego en película. Que las apasionadas cartas que escribiste a Milena Jensenská tampoco ardieron y acabaron convertidas en libro de múltiples ediciones. Que alguien localizó los libros de tu biblioteca personal y supo mantenerlos a salvo de nazis y de comunistas, y hoy se conservan en un archivo público de Praga. Que se hayan conservado las “conversaciones” —notas escritas en papeles sueltos— de tus últimos días en el sanatorio de Kierling, cuando ya no podías hablar. O que tengas tu propio adjetivo.

Tu amigo Max no cumplió tus deseos crematorios, a cambio, se te conoce en todo el mundo, lo que no creo que te desagrade. Imagino, por ejemplo, La metamorfosis, traducida al chino, o al árabe, tus prosas en noruego o en hindi, tu América en griego moderno o en coreano y adivino tu sonrisa, esbozada apenas, entre maliciosa y divertida, tu mirada penetrante, algo burlona y un pelín perpleja ante el espectáculo de nuestro mundo, que también es el tuyo.

Sigues vivo, Franz Kafka, y lo estarás por mucho. Tus libros son lectura obligatoria en institutos y universidades, se suceden ediciones populares y ediciones críticas, recopilaciones de cuentos, aproximaciones biográficas, ensayos, pinturas y dibujos, documentales, películas. Existe incluso merchandising en tu honor: camisetas, cajitas de lata, postales, calcetines, lápices, tazas, pegatinas, carteles, bolsos… Y desde hace tan solo unos días, también un exlibris con uno de tus dibujos que me ha regalado un buen amigo.





martes, 18 de febrero de 2025

1975

     Cincuenta años exactos de aquella tarde. Martes también. Tú cumplías diecinueve. 

Empezabas a vivir fuera de la protección y la vigilancia familiar. A descubrir el placer de las clases en la Facultad, de tomar y completar apuntes, de los préstamos bibliotecarios, de consultar el Alborg, de comprar algún volumen de la colección Austral o de la editorial Losada, de subrayar el Curso de Lingüística General del padre Saussure, el ensayo de Sapir sobre el lenguaje, el manual de Wellek y Warren sobre teoría de la literatura, o el Diccionario de términos filológicos de Lázaro Carreter. La gozada de adentrarte de la mano de algunos profesores en la interpretación de nuestros clásicos, en una antología de poetas modernistas, en los poemas de Baudelaire o en las canciones de Georges Brassens. Sí, habías descubierto el placer del estudio, de la lectura, del comentario de textos, de la gramática. De la filología.

Empezabas a descubrir también la ciudad, los barrios, los cines, las salas de exposiciones, las representaciones en el Conservatorio, las tabernas, el olor a azahar, el humo del incienso en la Semana Santa, las canciones a coro en el Patio de los Naranjos, en las plazuelas y en los jardines, los discos en Fuentes Guerra, las ruinas de Medina Azahara, las carreteras y los caminos de la sierra.

Tus padres habían vendido el pabellón de la calle Altillo en el Campo de la Verdad y ahora vivíais en Maese Luis, entre la Corredera y los patios de San Francisco. Tu padre veía al fin culminado su propósito de quedarse definitivamente en la capital y dar estudios a sus hijos. Se acabaron los traslados y las mudanzas, dijo, renunció a los cursos para oficial, y se retiró como subteniente en cuanto pudo. 

Tu hermana estudiaba Magisterio, tú hacías el segundo curso en la Facultad. Ahora los hijos varones de guardias civiles teníamos otras posibilidades que las de seguir el camino paterno e ingresar en el Cuerpo, y las hijas no limitaban sus expectativas, su vida, a la llegada de un marido. Buena parte de la sociedad española iba cambiando más y mejor que el estamento político, con el dictador a la cabeza, empeñado en el nacional-catolicismo, en mantener un régimen que hacía agua por muchas partes. Los hijos de la clase media llenábamos las aulas universitarias —abogados, médicos, historiadores, filólogos, ingenieros, veterinarios, economistas, arquitectos y peritos, pedagogos...—, comenzamos nuestra vida profesional durante los años convulsos, alegres y esperanzados de la Transición, vivimos el desencanto y la transformación del país. Empezábamos a construir nuestra vida al tiempo que España comenzaba una nueva andadura democrática.

Todo eso te ha traído el recuerdo de aquella tarde del 18 de febrero de 1975, en una de las habitaciones de la taberna Casa Pepe, el de la Judería, cuando mis amigos —Taka, Joaquín, Manolo Badillo, Mati, Pepe Vega— me regalaron un libro con versos y dibujos de Bob Dylan. Hace ya unos años que en esta fecha saco el libro de la estantería, leo las dedicatorias de mis amigos y releo algunas páginas al azar. Hoy, martes, 18 de febrero de 2025, recalo en esta canción: 


If your time to you is worth savin’
Then you better start swimmin’
Or you’ll sink like a stone
For the times they are a-changin’.



[Si creéis que vuestro tiempo merece ser salvado
entonces, empezad a nadar
u os hundiréis como una piedra,
porque los tiempos están cambiando.]

Sí, estaban cambiando aquellos tiempos de 1975, como lo hacen estos de 2025. Tú también lo has hecho, amigo, aunque sigues siendo el mismo.