Estábamos de turismo en Italia, en una ciudad monumental cualquiera, pero que podía ser Roma pues estábamos a la vista de una de sus famosas siete colinas, en el centro de cuya cumbre, toda llena de edificios antiguos, se alzaban los tejados en agudo prisma de lo que nos pareció la catedral de Milán, entre cuyas arquerías sobresalía una enorme armazón de hierro oxidado. Aquello era el Duomo. Después de contemplar el panorama en perspectivas como de cuadro medieval, tomamos una callejita cuesta abajo y en sombra donde había una tienda a la que entramos para comprar una guía de la ciudad. El hombre que nos atendió, joven y guapo, su rostro era una equilibrada mezcolanza de todos los rostros de los jugadores de la selección italiana de fútbol, nos mostró dos libros, una guía de la ciudad de Rávena, donde no pensábamos ir, y unas pruebas de imprenta de la guía de Roma. Las pruebas, con ilustraciones, estaban impresas a dos tintas, azul y negra, y algunas páginas mal impresas, los contornos de las letras o de los dibujos se multiplicaban, producían un mareo instantáneo.
Con muy buenas razones salimos de la tienda de vacío y decidimos pasear a la aventura por la ciudad. María se decidió primero por el Duomo, que visto de cerca era una de esas atracciones de feria que dan vueltas y hacen giros y cambios de dirección mientras la fuerza centrífuga mantiene a la gente pegada a los respaldos. En el posterior callejeo pasamos ante la puerta de un cine que recordábamos haber visto en una película italiana. Luego sonó el despertador.
Con muy buenas razones salimos de la tienda de vacío y decidimos pasear a la aventura por la ciudad. María se decidió primero por el Duomo, que visto de cerca era una de esas atracciones de feria que dan vueltas y hacen giros y cambios de dirección mientras la fuerza centrífuga mantiene a la gente pegada a los respaldos. En el posterior callejeo pasamos ante la puerta de un cine que recordábamos haber visto en una película italiana. Luego sonó el despertador.
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