La suya fue la primera fotografía de mi colección. En el recorte que conservo se recoge la noticia de su muerte - "A los 93 años fallece Azorín, maestro de la prosa castellana"-, acaecida en la mañana del 2 de marzo de 1967. No sé cuántos años median entre esa fecha y el momento en que recorté de una revista la fotografía y la necrológica que tengo delante. La noticia del fallecimiento no es crónica de primera mano, sino resumen de la que en su día apareció en el ABC: "El insigne maestro de la prosa castellana don José Martínez Ruiz, Azorín, falleció a las nueve de la mañana de ayer en su domicilio de la calle Zorrilla, 21, piso segundo, izquierda, frente a la calle de Fernanflor y la fachada posterior del Palacio de las Cortes, donde llevaba viviendo más de cuarenta años. Tenía noventa y tres años. Iba a cumplir los noventa y cuatro el próximo ocho de junio". Sigue luego lo de la consternación en toda España y parte del extranjero, lo de la espontánea manifestación de duelo popular y la lista de ministros y jerifaltes asistentes al sepelio: Lora Tamayo, Castiella, Fraga Iribarne, Arias Navarro... El ataúd fue llevado a hombros hasta la carroza fúnebre por el presidente de la Diputación de Alicante, los alcaldes de Alicante, Monóvar y Yecla y un grupo de escritores.
La crónica hacía eco también de un artículo de Juan Ignacio Luca de Tena: "... ninguno ha influido como él, después de Cervantes, en el estilo de los escritores hispánicos... Fue, ante todo y sobre todo, un estilista... Como periodista, Azorín transmitió la primera crónica telegráfica publicada en un diario español en 1905, con motivo del viaje de Alfonso XIII a París."
La fotografía tiene pátina anaranjada. Se ve en ella a un Azorín nonagenario, como escribiendo en unas cuartillas. Sobre la mesa, cubierta por un tapete color ocre, unos libros y lo que parece un pisapapeles, una semiesfera de cristal oscuro. Azorín escribe con bolígrafo. Viste chaqueta gris oscuro con finas rayas rojas y camisa blanca. La luz entre en la habitación por su espalda y le baña la cabeza en un blancor resplandeciente. Una cabeza que más parece ya calavera: el pelo ralo, blanco, muy corto, la piel pegada a los huesos, pequeñitos los ojos, afilada la nariz, sumida en leve línea la boca.
Detrás del escritor, sobre un mueble pegado a la pared, un sencillo flexo metálico, un libro grueso de pastas rojas y dos fotografías enmarcadas, borrosas en su segundo plano, en una de las cuales, la de la izquierda, aparece el escritor en la misma actitud, inclinado sobre unas cuartillas, solo que desde otra perspectiva. Una imagen sin duda grata a Azorín: la eterna inmutabilidad, instantes que se repiten en el tiempo, en la vida de un escritor. Imagen duplicada, multiplicada, de un mismo gesto intemporal. Azorín deteniendo los relojes. Fijando palabras en el papel. Punteando el tiempo.
Conservo otra foto del escritor hecha por Alfonso Sánchez Portela, Alfonso, el autor de los retratos más famosos de nuestros noventayochistas. Del retrato de Azorín asegura que es el mejor que ha hecho: "Un verdadero aguafuerte." Un claroscuro inspirado en el que de Góngora hizo Velázquez. De entre lo negro destaca el medio rostro de Azorín. En la parte en sombra se adivina apenas el ojo derecho. Un retrato, una pose gongorina. Aguileña un tanto la nariz, contraída la boca en rictus que corre hacia abajo, pero no tan sdegnoso el gesto ni el mirar como el del cordobés. Mira también desde arriba, pero sin orgullo, con un algo de elegante dolor, resignado a un tiempo que todo lo trastorna, que todo lo trae y lo lleva.
Escribo estas páginas apoyado en mi altarito. De pie, como han de oficiarse estos ritos. Junto a la Hispano Olivetti. A la luz de unas velas aromadas que se llevan el olor a tabaco. A ceniza. En el equipo suenan canciones de Bob Dylan, le doy un sorbo al cubalibre y enciendo un cigarrillo. Mi sombra tiembla en la pared. Observo otra fotografía de Azorín -creo que también de Alfonso-: en perfil el escritor y su bombín, la mano izquierda -el escritor está sentado- alargada , huesosa, como un árbol seco, hacia las páginas de un libro abierto. Larga distancia entre sus ojos y las palabras impresas. Ochenta años como mínimo. Holgadas ropas -camisa blanca, chaqueta gris- visten el espíritu del escritor. Los labios afilados por el tiempo, marcada la osamenta. Azorín en su tiempo. Detenido quizá en una vieja palabra terruñera que lo lleva al dormitorio colectivo de los Ecolapios de Yecla, al zaguán de la casa de un pueblo manchego, a la ventana ojival en que asoma una madura Melibea o el rostro cenceño de un hidalgo melancólico.
Qué grande el mínimo Azorín en su pequeñez de viejo. Qué más allá anda de la habitación de su casa de la calle Zorrilla, de su bombín, de su mano alargada. De su silencio. Y qué presente lo tiene uno siempre, aunque hable de cosas lejanas y use preteridas palabras. Tan certeras y tan reales a pesar del tiempo y los diccionarios.
La crónica hacía eco también de un artículo de Juan Ignacio Luca de Tena: "... ninguno ha influido como él, después de Cervantes, en el estilo de los escritores hispánicos... Fue, ante todo y sobre todo, un estilista... Como periodista, Azorín transmitió la primera crónica telegráfica publicada en un diario español en 1905, con motivo del viaje de Alfonso XIII a París."
La fotografía tiene pátina anaranjada. Se ve en ella a un Azorín nonagenario, como escribiendo en unas cuartillas. Sobre la mesa, cubierta por un tapete color ocre, unos libros y lo que parece un pisapapeles, una semiesfera de cristal oscuro. Azorín escribe con bolígrafo. Viste chaqueta gris oscuro con finas rayas rojas y camisa blanca. La luz entre en la habitación por su espalda y le baña la cabeza en un blancor resplandeciente. Una cabeza que más parece ya calavera: el pelo ralo, blanco, muy corto, la piel pegada a los huesos, pequeñitos los ojos, afilada la nariz, sumida en leve línea la boca.
Detrás del escritor, sobre un mueble pegado a la pared, un sencillo flexo metálico, un libro grueso de pastas rojas y dos fotografías enmarcadas, borrosas en su segundo plano, en una de las cuales, la de la izquierda, aparece el escritor en la misma actitud, inclinado sobre unas cuartillas, solo que desde otra perspectiva. Una imagen sin duda grata a Azorín: la eterna inmutabilidad, instantes que se repiten en el tiempo, en la vida de un escritor. Imagen duplicada, multiplicada, de un mismo gesto intemporal. Azorín deteniendo los relojes. Fijando palabras en el papel. Punteando el tiempo.
Conservo otra foto del escritor hecha por Alfonso Sánchez Portela, Alfonso, el autor de los retratos más famosos de nuestros noventayochistas. Del retrato de Azorín asegura que es el mejor que ha hecho: "Un verdadero aguafuerte." Un claroscuro inspirado en el que de Góngora hizo Velázquez. De entre lo negro destaca el medio rostro de Azorín. En la parte en sombra se adivina apenas el ojo derecho. Un retrato, una pose gongorina. Aguileña un tanto la nariz, contraída la boca en rictus que corre hacia abajo, pero no tan sdegnoso el gesto ni el mirar como el del cordobés. Mira también desde arriba, pero sin orgullo, con un algo de elegante dolor, resignado a un tiempo que todo lo trastorna, que todo lo trae y lo lleva.
Escribo estas páginas apoyado en mi altarito. De pie, como han de oficiarse estos ritos. Junto a la Hispano Olivetti. A la luz de unas velas aromadas que se llevan el olor a tabaco. A ceniza. En el equipo suenan canciones de Bob Dylan, le doy un sorbo al cubalibre y enciendo un cigarrillo. Mi sombra tiembla en la pared. Observo otra fotografía de Azorín -creo que también de Alfonso-: en perfil el escritor y su bombín, la mano izquierda -el escritor está sentado- alargada , huesosa, como un árbol seco, hacia las páginas de un libro abierto. Larga distancia entre sus ojos y las palabras impresas. Ochenta años como mínimo. Holgadas ropas -camisa blanca, chaqueta gris- visten el espíritu del escritor. Los labios afilados por el tiempo, marcada la osamenta. Azorín en su tiempo. Detenido quizá en una vieja palabra terruñera que lo lleva al dormitorio colectivo de los Ecolapios de Yecla, al zaguán de la casa de un pueblo manchego, a la ventana ojival en que asoma una madura Melibea o el rostro cenceño de un hidalgo melancólico.
Qué grande el mínimo Azorín en su pequeñez de viejo. Qué más allá anda de la habitación de su casa de la calle Zorrilla, de su bombín, de su mano alargada. De su silencio. Y qué presente lo tiene uno siempre, aunque hable de cosas lejanas y use preteridas palabras. Tan certeras y tan reales a pesar del tiempo y los diccionarios.
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