Mi hija lo llama, con razón y con su punta de ironía, “tu altarito” desde al día en que me ayudó y yo le iba explicando quiénes eran aquellos hombres y por qué les dedicaba un sitio de honor en mi nuevo estudio. Ella solo reconoció a Bécquer, a quien quiso colocar en el centro, y a Cervantes, en el retrato que le hizo Juan de Jáuregui. Pero al pobre Bécquer decidí quitarlo del altar y volverlo al archivador, no por falta de reconocimiento a sus méritos, sino porque la reproducción era en color y mi proyecto –cuestión de gustos y capricho- solo contemplaba el blanco y negro. Por esa misma razón han quedado en el archivador otros de mis autores tutelares.
El altarito en cuestión es una vieja cómoda que perteneció a la tía Leona, una de las hermanas de la abuela Paula, madre de mi suegra. El reciclaje del mueble pasó por cortarle las patas, que lo hacían alto en exceso, hacer desaparecer uno de los cajones, recomponerle el tablaje del fondo y pintarle el frontal y los laterales al estilo Mondrian: líneas, cuadrados y rectángulos en los vivos colores que el pintor usaba en sus composiciones geométricas: rojo en el cajón frontal, amarillo y azul en las puertas, blanco en los laterales y negro en los bordes. Y los mismos colores, pero trocados para hacer contraste en los tiradores metálicos.
En el tablero de encima, protegidos por un cristal, retratos de escritores, que he ido recortando de periódicos y revistas. Ahora me doy cuenta de que no aparece ninguna mujer, escritora salvo la que acompaña, ambos con uniforme militar, a Hemingway cuando era corresponsal de guerra en Europa; la mujer de James Joyce, las hermanas de García Lorca y alguna muchacha anónima entre la multitud exaltada que rodea a don Miguel de Unamuno al salir del célebre “Venceréis pero no convenceréis” dirigido al tuerto, al general Millán-Astray. No soy lector, ni varón, misógino, sino que hasta la presente no dispongo de buenas fotos de Virginia Wolf, Isak Dinesen o Emily Dickinson, por nombrar a tres de las grandes ausentes de mi altar.
Sobre el cristal y para redondear el juego conceptual he colocado la vieja Hispano Olivetti negra y plateada, herencia paterna, en que tecleé mis primeros versos y a la que recuerdo en mi casa desde que tenía cinco o seis años.
A los pocos días de instalado el altarito se me ocurrió ampliar aquella galopada sobre rostros y nombres que relaté a mi hija y contar más en largo y pausado el porqué de aquellos escritores en mi habitación. Ese es el propósito de estas páginas. Qué salga de este puzzle, ya se leerá.
El altarito en cuestión es una vieja cómoda que perteneció a la tía Leona, una de las hermanas de la abuela Paula, madre de mi suegra. El reciclaje del mueble pasó por cortarle las patas, que lo hacían alto en exceso, hacer desaparecer uno de los cajones, recomponerle el tablaje del fondo y pintarle el frontal y los laterales al estilo Mondrian: líneas, cuadrados y rectángulos en los vivos colores que el pintor usaba en sus composiciones geométricas: rojo en el cajón frontal, amarillo y azul en las puertas, blanco en los laterales y negro en los bordes. Y los mismos colores, pero trocados para hacer contraste en los tiradores metálicos.
En el tablero de encima, protegidos por un cristal, retratos de escritores, que he ido recortando de periódicos y revistas. Ahora me doy cuenta de que no aparece ninguna mujer, escritora salvo la que acompaña, ambos con uniforme militar, a Hemingway cuando era corresponsal de guerra en Europa; la mujer de James Joyce, las hermanas de García Lorca y alguna muchacha anónima entre la multitud exaltada que rodea a don Miguel de Unamuno al salir del célebre “Venceréis pero no convenceréis” dirigido al tuerto, al general Millán-Astray. No soy lector, ni varón, misógino, sino que hasta la presente no dispongo de buenas fotos de Virginia Wolf, Isak Dinesen o Emily Dickinson, por nombrar a tres de las grandes ausentes de mi altar.
Sobre el cristal y para redondear el juego conceptual he colocado la vieja Hispano Olivetti negra y plateada, herencia paterna, en que tecleé mis primeros versos y a la que recuerdo en mi casa desde que tenía cinco o seis años.
A los pocos días de instalado el altarito se me ocurrió ampliar aquella galopada sobre rostros y nombres que relaté a mi hija y contar más en largo y pausado el porqué de aquellos escritores en mi habitación. Ese es el propósito de estas páginas. Qué salga de este puzzle, ya se leerá.
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