Los romanos llamaban virus a cualquier jugo o
fluido natural, sobre todo al espeso y viscoso, como la baba de caracol (virus cochlearum) o el semen de los
animales, y también al veneno de las culebras o al procedente de ciertas hierbas
y plantas. En este sentido, Cicerón ya metaforiza cuando habla del virus acerbitatis suae evomere, es
decir, de alguien que descarga sobre otro el veneno de su mal carácter. El
término “virus” se aplicaba además tanto a un olor fétido o hediondo, como a un
sabor malo o desagradable, amargo, acre (áspero, irritante). Estamos, pues,
ante un término versátil, que designa ciertos humores más o menos líquidos de
los seres vivos —animales, vegetales, humanos—, pero también a los venenos naturales, como los de los ofidios y los
arácnidos o los extraídos de determinadas especies vegetales, o artificiales,
producidos por el hombre, que los utiliza tanto para emponzoñar las puntas de
las flechas como para hacer filtros de amor. La familia léxica de “virus” se
completaba con virulentia (mal olor, fetidez, hedor) y virulentus (venenoso,
ponzoñoso).
Según
Joan Corominas[1],
la palabreja se documentó por primera vez en nuestra lengua en fecha tardía, en
1817, con el sentido de zumo o ponzoña; aunque sus parientes entraron antes: virulento, h. 1435, y virulencia en 1739. Hemos de suponer que
durante siglos, la lengua prefirió utilizar otros términos y no acudió con
frecuencia a los de esta familia. Prueba de ello nos parece el hecho de que
Sebastián de Covarrubias no la mencionara en su Tesoro de la lengua castellana o española.
El
primer registro lexicográfico de la palabra “virus” en la época moderna lo
encontramos en la edición del Diccionario
hecha por la RAE en 1803. Allí encontramos tres breves entradas:
. Virulencia: la materia o podre que se
hace en alguna llaga o herida.
. Virulento: ponzoñoso, maligno.
. Virus: (Med. Cir.) Podre, mal humor.
Como
vemos, “virus” ha sufrido un proceso de especialización semántica: su uso se
restringe al campo de la Medicina, concretamente de la Cirugía, y es la
denominación técnica de “pus” («Líquido espeso de color amarillento o verdoso,
segregado por un tejido inflamado, y compuesto por suero, leucocitos, células
muertas y otras sustancias»). Conserva solamente los semas primarios del latín:
fluido espeso. Estas mismas acepciones encontramos en las ediciones del
diccionario académico de 1817, 1822, 1825 y 1832.
La
historia de las palabras es inseparable de la historia de la lengua, y de la
sociedad que las usa. El vocabulario refleja el carácter social, su riqueza
cultural, su concepción del ser humano, su postura ante la vida y la muerte, su
forma de encarar el pasado, el presente y el futuro, su actitud ante el
progreso, ante el saber y el conocimiento.
El léxico ha de reflejar lo
idiosincrásico y permanente, pero ha de estar rápido, vivo, a la hora de crear
nuevas palabras con sus herramientas léxicas o modificar la semántica de las ya
existentes para adaptarse a los cambiantes tiempos.
En las ediciones del diccionario
académico de 1837 y 1843, aparece por primera vez el salto metafórico que vimos
en Cicerón. Así, “virulencia”, además de nombrar la “materia o podre que se
hace en alguna llaga o herida”, se hace sinónimo de acrimonia y mordacidad,
conceptos subyacentes en el adjetivo “virulento”, que a “ponzoñoso, maligno”, y
a “lo que tiene materia o podre”, añade las valoraciones de “sangriento y
mordaz”, (o “mordaz en alto grado”, en la edición de 1846), cuando nos
referimos a ciertos textos escritos. Por su parte, el término “virus” queda
definido simplemente como “podre, mal humor”. Como vemos, hasta mediados del
siglo XIX, la tríada léxica que nos ocupa —virus,
virulento, virulencia—, apunta al concepto de fluido, de materia, es decir,
de sustancia claramente perceptible por los sentidos.
En correspondencia con el empuje
científico y la ampliación de horizontes científicos del positivismo, ayudado
por mejoras sustanciales en los métodos y en los aparatos de observación, los
resultados de las nuevas investigaciones y descubrimientos se van incorporando
a los diccionarios. Así, en la edición del diccionario de 1852, como segunda
acepción de la palabra “virus” podemos leer esta novedad semántica: “El
principio material de las enfermedades contagiosas. Tómase a veces también por
el principio material que produce cualquier enfermedad, aun cuando no sea
contagiosa, cuando se supone muy acre e irritante y que obra siempre de la
misma manera.” En esta definición van implícitos los avances de la época en el
terreno de la naciente ciencia de la virología. Se reconoce en ella un
principio material—aún no se ha observado el bichito en cuestión—, una aún
desconocida sustancia en las enfermedades contagiosas. El segundo elemento
científico incorporado a la palabra “virus” es el reconocimiento de un proceso
similar en todos los organismos contagiados, que es otra de las señas de
identidad biológica de todo virus: “obra
siempre de la misma manera”.
[1] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua
castellana. Ed. Gredos, Madrid, 1973.
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