viernes, 10 de abril de 2020

Virus y diccionarios (1)


            Los romanos llamaban virus a cualquier jugo o fluido natural, sobre todo al espeso y viscoso, como la baba de caracol (virus cochlearum) o el semen de los animales, y también al veneno de las culebras o al procedente de ciertas hierbas y plantas. En este sentido, Cicerón ya metaforiza cuando habla del virus acerbitatis suae evomere, es decir, de alguien que descarga sobre otro el veneno de su mal carácter. El término “virus” se aplicaba además tanto a un olor fétido o hediondo, como a un sabor malo o desagradable, amargo, acre (áspero, irritante). Estamos, pues, ante un término versátil, que designa ciertos humores más o menos líquidos de los seres vivos —animales, vegetales, humanos—, pero también a los venenos  naturales, como los de los ofidios y los arácnidos o los extraídos de determinadas especies vegetales, o artificiales, producidos por el hombre, que los utiliza tanto para emponzoñar las puntas de las flechas como para hacer filtros de amor. La familia léxica de “virus” se completaba con virulentia (mal olor, fetidez, hedor) y virulentus (venenoso, ponzoñoso).
            Según Joan Corominas[1], la palabreja se documentó por primera vez en nuestra lengua en fecha tardía, en 1817, con el sentido de zumo o ponzoña; aunque sus parientes entraron antes: virulento, h. 1435, y virulencia en 1739. Hemos de suponer que durante siglos, la lengua prefirió utilizar otros términos y no acudió con frecuencia a los de esta familia. Prueba de ello nos parece el hecho de que Sebastián de Covarrubias no la mencionara en su Tesoro de la lengua castellana o española.
            El primer registro lexicográfico de la palabra “virus” en la época moderna lo encontramos en la edición del Diccionario hecha por la RAE en 1803. Allí encontramos tres breves entradas:

            . Virulencia: la materia o podre que se hace en alguna llaga o herida.
            . Virulento: ponzoñoso, maligno.
            . Virus: (Med. Cir.) Podre, mal humor.

            Como vemos, “virus” ha sufrido un proceso de especialización semántica: su uso se restringe al campo de la Medicina, concretamente de la Cirugía, y es la denominación técnica de “pus” («Líquido espeso de color amarillento o verdoso, segregado por un tejido inflamado, y compuesto por suero, leucocitos, células muertas y otras sustancias»). Conserva solamente los semas primarios del latín: fluido espeso. Estas mismas acepciones encontramos en las ediciones del diccionario académico de 1817, 1822, 1825 y 1832.
           La historia de las palabras es inseparable de la historia de la lengua, y de la sociedad que las usa. El vocabulario refleja el carácter social, su riqueza cultural, su concepción del ser humano, su postura ante la vida y la muerte, su forma de encarar el pasado, el presente y el futuro, su actitud ante el progreso, ante el saber y el conocimiento.
            El léxico ha de reflejar lo idiosincrásico y permanente, pero ha de estar rápido, vivo, a la hora de crear nuevas palabras con sus herramientas léxicas o modificar la semántica de las ya existentes para adaptarse a los cambiantes tiempos.
En las ediciones del diccionario académico de 1837 y 1843, aparece por primera vez el salto metafórico que vimos en Cicerón. Así, “virulencia”, además de nombrar la “materia o podre que se hace en alguna llaga o herida”, se hace sinónimo de acrimonia y mordacidad, conceptos subyacentes en el adjetivo “virulento”, que a “ponzoñoso, maligno”, y a “lo que tiene materia o podre”, añade las valoraciones de “sangriento y mordaz”, (o “mordaz en alto grado”, en la edición de 1846), cuando nos referimos a ciertos textos escritos. Por su parte, el término “virus” queda definido simplemente como “podre, mal humor”. Como vemos, hasta mediados del siglo XIX, la tríada léxica que nos ocupa —virus, virulento, virulencia—, apunta al concepto de fluido, de materia, es decir, de sustancia claramente perceptible por los sentidos.
En correspondencia con el empuje científico y la ampliación de horizontes científicos del positivismo, ayudado por mejoras sustanciales en los métodos y en los aparatos de observación, los resultados de las nuevas investigaciones y descubrimientos se van incorporando a los diccionarios. Así, en la edición del diccionario de 1852, como segunda acepción de la palabra “virus” podemos leer esta novedad semántica: “El principio material de las enfermedades contagiosas. Tómase a veces también por el principio material que produce cualquier enfermedad, aun cuando no sea contagiosa, cuando se supone muy acre e irritante y que obra siempre de la misma manera.” En esta definición van implícitos los avances de la época en el terreno de la naciente ciencia de la virología. Se reconoce en ella un principio material—aún no se ha observado el bichito en cuestión—, una aún desconocida sustancia en las enfermedades contagiosas. El segundo elemento científico incorporado a la palabra “virus” es el reconocimiento de un proceso similar en todos los organismos contagiados, que es otra de las señas de identidad  biológica de todo virus: “obra siempre de la misma manera”.




[1] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Ed. Gredos, Madrid, 1973.

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