Decíamos ayer que la proliferación de toda clase de
textos sobre la neumonía de Wuhan
está poniendo a prueba la capacidad productiva y regeneradora de nuestra
lengua, que debe vérselas desde hace semanas con una avalancha de palabras
surgidas, o resurgidas, con motivo de la emergencia sanitaria extendida por
todo el planeta. No recuerdo efervescencia lingüística igual, aunque ayer,
mientras anotaba el nombre de unas mascarillas defectuosas, Respirator Mask, de procedencia china,
la memoria me llevó a los últimos años 70 y primeros 80. Más que neologismos,
que algunos hubo (¿recuerdan aquella composición de vida tan fugaz: platajunta?), más que nuevas palabras,
la transición política, que ahora llaman régimen
del 78, dio nueva vida, nueva orientación semántica y política, a viejas
palabras que encarnaban la esperanza colectiva tras la muerte del dictador: democracia,
diálogo, consenso, amnistía, nacionalidades históricas, urnas o constitución. A
las que se sumaron —quizá por el mucho estar en la calle de la inmensa mayoría
de los jóvenes, por el contacto con las drogas, por la asistencia a conciertos,
por los diarios encuentros en bares y garitos nocturnos— palabras y expresiones
procedentes de las jergas marginales y callejeras, que no solamente usaban los
jóvenes: ¿recuerdan las columnas periodísticas de Francisco Umbral? Cuando una
sociedad se altera, también lo hace el lenguaje.
La
expansión mundial del virus de Wuhan está incidiendo en el nivel
léxico-semántico de todas las lenguas del mundo. La globalización también lo es
del lenguaje. Y de ciertas enfermedades de origen vírico, como la que nos está
afectando en estos momentos. Lo que empezó siendo un caso (el paciente cero) de infección por coronavirus en un hospital
de Wuhan, en pocos días fue brote (aparición
repentina de una enfermedad debida a una infección en un lugar específico) en la provincia china de Hubei, que en
unas semanas se transformó en epidemia
en el país, y solo fue cuestión de tiempo, de trasiego de gentes, que la
enfermedad se globalizara y se convirtiera en pandemia.
El
diccionario de la RAE define epidemia
como “enfermedad que se propaga durante algún tiempo por un país, acometiendo
simultáneamente a gran número de personas”.
La etimología nos lleva a la palabra griega epidemia (επιδεμíα), formada por la preposición epì (ἐπì), equivalente a ‘en, sobre’,
más la raíz demos (δῆμος), ‘pueblo’, y el sufijo de cualidad –ía (íα).
Significaba originariamente “estancia en el pueblo”. Así es como se entiende en
el tratado V de Hipócrates (s. V a. C.), titulado Epidemias, que no versa sobre las enfermedades infecciosas, sino
que está formado por una serie de historias clínicas observadas en sus
“estancias en pueblos”. El sentido moderno de la palabra procede de otro
tratado hipocrático, titulado en latín De
natura hominis, donde habla de la “aparición y estancia de una enfermedad
en una población”, significado con el que se recoge en tratados médicos en
castellano de mediados del siglo XIII.
El
término pandemia es pariente directo
del anterior. Encontramos el sufijo ‘cualidad’, la raíz ‘pueblo’ y el elemento pan (πᾶν), ‘todo’. Su significado
primario era ‘reunión del pueblo’, hasta que los médicos de la época
helenística comenzaron a utilizarlo en el sentido moderno de “enfermedad epidémica
que se extiende a muchos países”, o sea,
globalización de una enfermedad.
La
escala de expansión de cualquier enfermedad contagiosa lleva aparejada una
graduación en nuestro ánimo, una progresiva sensación de desasosiego, que pasa
de la inquietud y de la compasión por un caso, a la preocupación por la certeza
de estar ante un brote, o un rebrote, de la enfermedad, que se convierte en
miedo (angustia por un riesgo o daño real o imaginario) al comprobar que el mal
está generalizado en nuestra región o en nuestro país. Cuando el mal se
extiende por todos los países de la tierra, ¿qué sentimos?
La
respuesta está en la misma palabra, pandemia. En su etimología. En ese ‘todo’
aludido por el adjetivo griego de tres terminaciones —Oh, adolescentes clases
de griego con don José Villatoro—, masculino, femenino y neutro: pas, pasa, pan. La respuesta tiene que
ver con el dios Pan, del que alguna vez he hablado en este blog, con aquel ser
mitad hombre, mitad cabra, lúbrico, mirón, abusón y onanista, que, oculto en la
espesura, atemorizaba a quienes dormían en los bosques con misteriosos ruidos y
movimientos de sombras, y los acariciaba suciamente con su mirada lasciva,
hasta provocarles el deima panikón,
el terror de Pan, el pánico. Esa sensación,
ese intenso miedo que a veces es colectivo y contagioso, de sentirse amenazado
por algo invisible. Ese miedo a caer enfermos que nos tiene encerrados en
nuestras casas.
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