miércoles, 15 de abril de 2020

El nombre de la enfermedad


La rapidez con que el sárscovdos se propaga por el planeta tiene su correlato en la prontitud con que en nuestro idioma van apareciendo nuevas palabras y expresiones relacionadas con él. Esta misma mañana, mientras hacía ejercicio en el huerto de la casa, escuchando por los auriculares un programa de la radio andaluza, el presentador y uno de sus colaboradores, cada uno en su casa, utilizaron en diversos momentos la palabra covidiotas; aunque yo no la había oído hasta ese momento, daba la impresión de que no era la primera vez que ambos la usaban, aunque supongo que no tendrá muchos días de vida. Desde finales de enero, ha surgido toda una constelación léxica alrededor del ponzoñoso virus y de la enfermedad que provoca, y cualquiera que esté medianamente al día puede comprobar que nuestra lengua está tan viva que casi a diario nace una palabra o una nueva acepción de otra ya existente.
Esa celeridad en la expansión del virus, con los desaciertos iniciales, la improvisación y los cambios de criterio de nuestras autoridades, han tenido en parte su reflejo en el ámbito lingüístico. La misma incertidumbre para nombrar cabalmente al culpable de esta calamidad —en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las intervenciones de responsables políticos y sanitarios, se ha optado por el nombre común, en lugar de singularizador—, existe para darle nombre a la enfermedad que provoca. ¿Cómo se llama la enfermedad que produce el sárscovdos? ¿Sería unánime la respuesta?
Confieso que yo mismo, arrogante de mí, viví en el error y la confusión durante unos días, pues, sin haber hecho la mínima indagación al respecto, supuse que COVID-19 era el nombre del virus, un acrónimo formado a partir del nombre y de la fecha en que fue descubierto: Coronavirus-Diciembre-2019. Sí, una etimología popular, errónea por supuesto, hasta que supe que la D no era la inicial del mes, sino de la palabra inglesa Disease, que significa enfermedad. COVID-19 no es por tanto el nombre del agente malicioso, sino del mal que causa: “enfermedad del coronavirus de 2019”.
Sea por esa legítima y usual metonimia de nombrar la causa por el efecto, sea por mecanismos morfosemánticos que han funcionado en otros casos, o por puro e improvisado acierto o desacierto, lo cierto es que en el habla se extendió y se aplicó durante semanas el género masculino al acrónimo COVID-19, hasta que por obra de la RAE el término se convirtió en una palabra trans, y empezamos a oír y a leer “la Covid-19”, como recomendó la docta institución —“Si se sobrentiende el sustantivo tácito «enfermedad», lo más adecuado sería el uso en femenino”—, aunque no censuró el masculino (la misma indecisión que las autoridades sanitarias respecto al uso preventivo de las mascarillas): “Pero es frecuente y válido su uso en masculino (el «COVID-19») por influjo del género de «coronavirus» y del de otras enfermedades como el zika, el ébola, el herpes… que toman por metonimia el nombre del virus que las causa.”
Creo que estas dudas e indecisiones sobre el género gramatical de un sustantivo, sobre el nombre de la enfermedad o del virus, surgen de la premura con que la ciencia está nombrando —en inglés— lo desconocido hasta ahora. En su afán de claridad, objetividad, universalidad y exactitud, el lenguaje científico emplea términos denotativos, unívocos y monosémicos, de un solo significado. Para las definiciones recurre al procedimiento analítico, descriptivo, es decir, a la enumeración de palabras unívocas, denotativas, monosémicas, de manera que un término definido se caracteriza por la multirreferencialidad, es decir, por apuntar a varios conceptos a la vez. Es lo que ocurre con el nombre del virus, que alude a 6 conceptos distintos —Severe Acute Respiratory Syndrome Coronavirus Número 2—, o el de la enfermedad, que remite a 3: Coronavirus Disease Año 2019. Las mujeres y los hombres de ciencia se entienden de maravilla con este lenguaje, en inglés, y se desenvuelven con toda normalidad entre siglas y acrónimos de múltiples referentes, pero no así las personas del común en nuestro hablar cotidiano y estándar. Donde la ciencia escribe «mamífero, carnívoro, felino, digitígrado, doméstico», el habla común dice «gato». La mayoría de nosotros ni estamos acostumbrados a usar el lenguaje de la ciencia, ni lo solemos entender, por eso le rogamos a la médica o al médico que nos explique en cristiano qué es lo que tenemos. Quizá resida ahí la causa de estas indecisiones, o  confusiones, pues vemos la misma palabra —coronavirus— en dos acrónimos muy cercanos, uno referido al virus y otro a la enfermedad que provoca.
A esta complejidad terminológica hemos de unir la inmediatez con que los medios de comunicación difunden los estudios y avances científicos. El informe sobre una nueva prueba de detección del sárscovdos presentado por una farmacéutica en Estados Unidos es recogido de inmediato por las agencias de noticias y trasladado en minutos al español, al chino o al hindi, sin proceso alguno de “digestión” o aclimatación a la lengua receptora. Todo es urgente en estos días de emergencia sanitaria mundial, y no ha habido tiempo para que la mayoría no científica de hablantes del español establezca, por el uso, una forma sencilla y clara de nombrar al nuevo virus. ¿Quién nos dice que, en busca de la claridad, de la sencillez y de la economía lingüística, no recurriremos, a la metonimia, y llamemos al virus, no por sus rasgos diferenciales, sino por el lugar en que se descubrió, y hablemos del virus de Wuhan, de la enfermedad de Wuhan, o simplemente del wuhan, como lo hacemos del zika o del ébola?
Tiempo al tiempo. Pero no al virus. Ciertamente, no vimos venir el peligro, no esperábamos el jaque y hemos perdido piezas, pero no nos atenace el pánico, seamos sensatos, echemos mano de todos nuestros recursos y aunemos los movimientos de nuestras piezas hacia esos escaques en que se protege el virus. No hagamos caso de quienes difunden bulos malintencionados a nuestro alrededor, ni de la extrema derecha que desprecia, calumnia e insulta, que habla de eutanasia feroz, de gestión criminal, de peste china, porque son gente estúpida, de ese grupo que describía Carlo M. Cipolla en su lúcido y divertido ensayo sobre la estupidez humana, Allegro ma non troppo: “causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Aquellos estúpidos y estúpidas que descubríamos en el libro del escritor italiano han mutado ahora: son los covidiotas.

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