La rapidez con que el sárscovdos se propaga por el planeta
tiene su correlato en la prontitud con que en nuestro idioma van apareciendo
nuevas palabras y expresiones relacionadas con él. Esta misma mañana, mientras
hacía ejercicio en el huerto de la casa, escuchando por los auriculares un
programa de la radio andaluza, el presentador y uno de sus colaboradores, cada
uno en su casa, utilizaron en diversos momentos la palabra covidiotas; aunque yo no la había oído hasta ese momento, daba la
impresión de que no era la primera vez que ambos la usaban, aunque supongo que no
tendrá muchos días de vida. Desde finales de enero, ha surgido toda una
constelación léxica alrededor del ponzoñoso virus y de la enfermedad que
provoca, y cualquiera que esté medianamente al día puede comprobar que nuestra
lengua está tan viva que casi a diario nace una palabra o una nueva acepción de
otra ya existente.
Esa celeridad en la expansión del
virus, con los desaciertos iniciales, la improvisación y los cambios de criterio
de nuestras autoridades, han tenido en parte su reflejo en el ámbito
lingüístico. La misma incertidumbre para nombrar cabalmente al culpable de esta
calamidad —en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las
intervenciones de responsables políticos y sanitarios, se ha optado por el
nombre común, en lugar de singularizador—, existe para darle nombre a la
enfermedad que provoca. ¿Cómo se llama la enfermedad que produce el sárscovdos? ¿Sería unánime la respuesta?
Confieso que yo mismo, arrogante
de mí, viví en el error y la confusión durante unos días, pues, sin haber hecho
la mínima indagación al respecto, supuse que COVID-19 era el nombre del virus,
un acrónimo formado a partir del nombre y de la fecha en que fue descubierto: Coronavirus-Diciembre-2019. Sí, una etimología popular, errónea
por supuesto, hasta que supe que la D no era la inicial del mes, sino de la
palabra inglesa Disease, que
significa enfermedad. COVID-19 no es por tanto el nombre del agente malicioso,
sino del mal que causa: “enfermedad del coronavirus de 2019”.
Sea por esa legítima y usual
metonimia de nombrar la causa por el efecto, sea por mecanismos morfosemánticos
que han funcionado en otros casos, o por puro e improvisado acierto o desacierto,
lo cierto es que en el habla se extendió y se aplicó durante semanas el género
masculino al acrónimo COVID-19, hasta que por obra de la RAE el término se
convirtió en una palabra trans, y empezamos
a oír y a leer “la Covid-19”, como recomendó la docta institución —“Si se
sobrentiende el sustantivo tácito «enfermedad», lo más adecuado sería el uso en
femenino”—, aunque no censuró el masculino (la misma indecisión que las
autoridades sanitarias respecto al uso preventivo de las mascarillas): “Pero es
frecuente y válido su uso en masculino (el «COVID-19») por influjo del género
de «coronavirus» y del de otras enfermedades como el zika, el ébola, el herpes…
que toman por metonimia el nombre del virus que las causa.”
Creo que estas dudas e indecisiones
sobre el género gramatical de un sustantivo, sobre el nombre de la enfermedad o
del virus, surgen de la premura con que la ciencia está nombrando —en inglés—
lo desconocido hasta ahora. En su afán de claridad, objetividad, universalidad y
exactitud, el lenguaje científico emplea términos denotativos, unívocos y
monosémicos, de un solo significado. Para las definiciones recurre al
procedimiento analítico, descriptivo, es decir, a la enumeración de palabras
unívocas, denotativas, monosémicas, de manera que un término definido se
caracteriza por la multirreferencialidad, es decir, por apuntar a varios
conceptos a la vez. Es lo que ocurre con el nombre del virus, que alude a 6
conceptos distintos —Severe Acute Respiratory Syndrome Coronavirus Número 2—, o
el de la enfermedad, que remite a 3: Coronavirus Disease Año 2019. Las mujeres
y los hombres de ciencia se entienden de maravilla con este lenguaje, en
inglés, y se desenvuelven con toda normalidad entre siglas y acrónimos de
múltiples referentes, pero no así las personas del común en nuestro hablar
cotidiano y estándar. Donde la ciencia escribe «mamífero, carnívoro, felino,
digitígrado, doméstico», el habla común dice «gato». La mayoría de nosotros ni
estamos acostumbrados a usar el lenguaje de la ciencia, ni lo solemos entender,
por eso le rogamos a la médica o al médico que nos explique en cristiano qué es lo que tenemos. Quizá
resida ahí la causa de estas indecisiones, o
confusiones, pues vemos la misma palabra —coronavirus— en dos acrónimos
muy cercanos, uno referido al virus y otro a la enfermedad que provoca.
A esta complejidad terminológica
hemos de unir la inmediatez con que los medios de comunicación difunden los estudios
y avances científicos. El informe sobre una nueva prueba de detección del sárscovdos presentado por una
farmacéutica en Estados Unidos es recogido de inmediato por las agencias de
noticias y trasladado en minutos al español, al chino o al hindi, sin proceso
alguno de “digestión” o aclimatación a la lengua receptora. Todo es urgente en
estos días de emergencia sanitaria mundial, y no ha habido tiempo para que la
mayoría no científica de hablantes del español establezca, por el uso, una
forma sencilla y clara de nombrar al nuevo virus. ¿Quién nos dice que, en busca
de la claridad, de la sencillez y de la economía lingüística, no recurriremos,
a la metonimia, y llamemos al virus, no por sus rasgos diferenciales, sino por
el lugar en que se descubrió, y hablemos del virus de Wuhan, de la enfermedad
de Wuhan, o simplemente del wuhan, como lo hacemos del zika o del ébola?
Tiempo al tiempo. Pero no al
virus. Ciertamente, no vimos venir el peligro, no esperábamos el jaque y hemos
perdido piezas, pero no nos atenace el pánico, seamos sensatos, echemos mano de
todos nuestros recursos y aunemos los movimientos de nuestras piezas hacia esos
escaques en que se protege el virus. No hagamos caso de quienes difunden bulos
malintencionados a nuestro alrededor, ni de la extrema derecha que desprecia,
calumnia e insulta, que habla de eutanasia feroz, de gestión criminal, de peste
china, porque son gente estúpida, de ese grupo que describía Carlo M. Cipolla
en su lúcido y divertido ensayo sobre la estupidez humana, Allegro ma non troppo: “causa un daño a otra persona o grupo de
personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso
obteniendo un perjuicio”. Aquellos estúpidos y estúpidas que descubríamos en el
libro del escritor italiano han mutado ahora: son los covidiotas.
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