lunes, 13 de abril de 2020

El nombre del bicho

A mi sobrino Javier

            Confieso que yo mismo tengo dudas a la hora de llamar a ese bichito que nos dio jaque en diciembre de 2019, cuando saltó de un animal, posiblemente un murciélago, a un humano en el mercado de la remota ciudad china de Wuhan. ¿Lo llamaremos simplemente virus, así, a secas? Si nos limitamos a usarlo solo, con frases como En España hay tantas personas afectadas por virus crearemos confusión, porque nadie sabrá si estamos hablando de todos los virus posibles, que son unos miles, o de uno concreto y específico, con nombre y apellidos, por así decir. No añadiremos más claridad si echamos mano de los artículos. Al decir Hay tantas personas afectadas por un virus tampoco saldremos de la imprecisión, y quien nos escuche caerá en la incertidumbre. Podemos acudir también al artículo determinado, y remachar incluso su valor anafórico con un deíctico (el virus; el virus ese), dando por supuesto que nuestro interlocutor conoce la realidad aludida. Nadie que en estos días lea o escuche un titular como «Últimas noticias sobre el virus» dudará a qué virus se alude, pero traslademos el titular a varios años adelante, o atrás, es decir, cambiemos la situación extralingüística, y aparecerá la duda y la pregunta: de qué virus se está hablando.


            En los medios de comunicación y en las conversaciones cotidianas se ha entronizado el término coronavirus, que tiene apariencia más científica, aunque no deja de ser un nombre común, es decir, que designa, sin individualizarlo, a todos los seres de su especie. Nombre común, pero con mayor alcance significativo que virus. Dicho en términos semánticos: virus es hiperónimo de coronavirus, y coronavirus es hipónimo de virus, como ave es hiperónimo de águila, y gato hipónimo de felino. Coronavirus es una palabra compuesta propiamente dicha, con unidad ortográfica de sus dos elementos, que alude metafóricamente a la semejanza entre la envoltura espiculosa del virus en cuestión y la corona lumínica del Sol. Digamos que los coronavirus son un viejo clan, una rama familiar dentro de una familia más amplia cuyos ancestros se remontan al siglo IX a. C., y que a su vez tiene sus propias ramificaciones. Mayor precisión semántica, pues —los coronavirus, que tienen a su vez cuatro géneros o tipos diferentes, pertenecen a la familia de los coronaviridae, tienen una envoltura, son monocatenarios (portan una cadena sencilla de ácido ribonucleico [ARN], de signo positivo—, pero al fin y al cabo nombre común es, no singularizador, como nuestro nombre y apellidos.

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            El nombre propio de ese individuo maligno lo hemos leído o escuchado en más de una ocasión, pero no ha fraguado en la lengua común de la ciudadanía —¿Dificultad en su articulación oral? ¿Dudas entre leerlo como una palabra o deletrearlo? ¿Simple confusión e identificación de la enfermedad con el causante de la misma?—, y solo se utiliza en contextos científicos. Se trata de un acortamiento formado por tres elementos unidos por guión: la sigla SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome, ‘síndrome respiratorio agudo grave’); el acrónimo CoV (Corona Virus), y el número 2, para diferenciarlo de su primo hermano, que lleva el 1. Ese es el nombre del bicho, SARS-CoV-2, que quizá hemos preferido no pronunciar por un miedo atávico a nombrar por su nombre lo malo, a mentar la bicha, la cuerda en casa del ahorcado.

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