Y entró, bebió un vaso
de cerveza frente a las tumbas y se fumó lentamente un cigarro. Luego le pudo
la fantasía de bajar al cementerio —la hierba tan alta, tan invitadora—, en el
que reinaba un muy rico sol.
En efecto, la luz y el
calor daban fuerte, y parecía que el sol ebrio se dejaba caer a todo lo largo
sobre una alfombra de flores magníficas fertilizadas por la destrucción. Un
inmenso rumor de vida llenaba el aire —la vida de los infinitamente pequeños— cortado
a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un campo de tiro
vecino, que estallaban como la explosión de los tapones del champán en el
zumbido de una sinfonía en sordina.
Entonces, bajo el sol que
le calentaba la cabeza y en la atmósfera de los ardientes perfumes de la
Muerte, oyó una voz que cuchicheaba bajo la tumba en que se había sentado. Y
aquella voz decía: “¡Malditos sean vuestros blancos y vuestras escopetas,
turbulentos vivos, que tan poco os preocupáis de los difuntos y de su divino
reposo! ¡Malditas sean vuestras ambiciones, malditos sean vuestros cálculos,
mortales impacientes, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario
de la Muerte! ¡Si supierais qué fácil es ganar el premio, lo fácil que es
alcanzar la meta, y cómo todo es nada, excepto la Muerte, no os fatigaríais
tanto, laboriosos vivientes, y no turbaríais tan a menudo el sueño de los que
desde hace mucho tiempo han dado en el Blanco, en el único verdadero blanco de la
detestable vida!”
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