martes, 17 de noviembre de 2020

Mi reino por un adjetivo

En lo que de animal y de instintivo retiene el ser humano, late, entre otros impulsos elementales, el de la continuidad, el de la transmisión de vida a otros seres que garanticen la supervivencia de la especie: nuestro ADN contiene instrucciones para la permanencia biológica.

Además de la posibilidad genética de crear vida, las personas hemos ideado otras maneras de posteridad, otras formas de seguir, de estar presentes entre nuestros semejantes cuando hayamos desaparecido de este mundo. No hablo de herencias en términos jurídicos —dinero, casas, fincas, empresas, cuadros, coches exclusivos—, sino de legados emocionales, ideológicos, culturales; de la huella —material o inmaterial— que recibimos de antecesores más o menos remotos, que no son nuestros padres biológicos. Hablo de testimonios de vida como las figuras —¿mágicas?— de las cuevas de Altamira, del códice en que manos anónimas glosaron expresiones latinas en la lengua romance que hablaban los vecinos de Santo Domingo de Silos y alrededores, del pequeño escriba sentado y de la monumental victoria de Samotracia, de la férrea torre Eiffel y de la misteriosa sonrisa de Mona Lisa, de la noche alucinada de Van Gogh, de la lengua mordaz de Quevedo y de la no menos bífida de don Luis de Góngora, de los oscuros apaños de la vieja Celestina, de las perspectivas y de las circunstancias de José Ortega y Gasset. Hablo de creadores, de quienes a su manera han dejado su impronta en las generaciones que les siguieron, hablo de artistas, filósofos, constructores, científicos, ingenieros; hablo también de adjetivos.


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Fijémonos en un gremio de esos artistas, en el de los escritores o creadores a través de las palabras. ¿Qué busca un escritor? El éxito, sin duda, ver que su obra es bien acogida por sus contemporáneos, que no se la ignora, que no se hunde en el olvido. La escritura es ya una forma de permanencia: Verba volant, scripta manent, como afirma el dicho latino. Cierto que la palabra oral vuela y es capaz de llegar a cualquier rincón, pero no lo es menos que en el trayecto esa palabra suele desvirtuarse; lo escrito, en cambio, permanece fijo en un soporte y raramente se transforma. Legítima aspiración, pues, de un escritor la de querer que su texto permanezca tal como él lo escribió, sin alteraciones ni aditamentos de otra mano.

Ese deseo de permanencia de la escritura va más allá de la estricta fijación del texto creado. El afán del escritor no suele parar en la simple satisfacción de ver su creación en letras de molde. Los autores pretenden, sí, que nadie transforme a su gusto lo escrito, pero aspiran también a que ese texto perdure, a que sea leído en el futuro, algo que solo ocurre con escritores y escritoras excepcionales. Que un escritor sea leído en su tiempo no garantiza que lo vaya a ser por lectores de otra coyuntura histórica. Basta preguntarse a cuántos poetas españoles del XIX lee uno, para comprobar que el gusto lector cambia, como los modos de creación y de recepción de la obra literaria.

Podemos preguntarnos también cuántos de los miles de libros publicados anualmente en nuestro país pasarán la criba y serán leídos dentro de cien años, o qué autores actuales se habrán consagrado y quiénes habrán desaparecido en el remolino del olvido. Podríamos finalmente preguntarnos cuántos de esos supervivientes al juicio implacable del tiempo lograrían crear su propio adjetivo, como ocurre ahora, cuando calificamos de gongorino o becqueriano el estilo de tal o cual poeta, o decimos de alguien que su vida es muy dickensiana, o que tiene una actitud proustiana, o hablamos de un concepto unamuniano, de una situación propia de un drama lorquiano, de un ensayo claramente marxista o nietzscheano, de una tarde machadiana. Si el porvenir y el diccionario académico le han otorgado un adjetivo, señal de que estamos ante una obra de calidad. El adjetivo es la insignia de la maestría literaria, la puerta a la posteridad. Qué no daría cualquiera de los miles de escritores por conseguir su adjetivo de familia. ¿Actuaría como Fausto?

El logro de un adjetivo para caracterizar el mundo literario de un escritor suele usarse a veces como canon o modelo para los de otros escritores, es señal de vigencia y validez de su discurso literario, un marchamo de calidad que se concede a los menos, a los grandes maestros: Homero, Cervantes —que además de su propio adjetivo (La novela de X es una ficción muy cervantina), ha logrado adjetivos para sus personajes (El carácter quijotesco o sanchopancesco de una persona)—, Shakespeare (la duda hamletiana), Tolstoi…

En el rango más alto de esa posteridad literaria, contados autores han dado lugar a adjetivos relacionados con su nombre y con el espíritu de su obra, pero que tienen su propia acepción, me refiero a adjetivos como homérico, que ha ampliado su semántica para señalar algo épico, grandioso (una aventura de aire homérico), como dantesco, ‘que causa espanto’, (un paisaje dantesco), o kafkiano, ‘absurdo, angustioso’, (una situación kafkiana). Son adjetivos en cierta manera autónomos: no es necesario haber leído a Homero, Kafka o a Dante para saber sus significados, basta acudir al diccionario.

La inmortalidad literaria es un adjetivo, una simple palabra que remite al mundo de un escritor, pero lo ha trascendido y se aplica a un ambiente, a un concepto, un hecho, una circunstancia o una persona de la vida real que se le parece, en cualquier época y lugar.

Hacerse lengua, cristalizar en una palabra, en un adjetivo. El proceso de la lengua se cumple, se cierra el ciclo, cuando un artista de la palabra se hace palabra él mismo, para estar en boca de cualquier hablante, como esta mañana, cuando una periodista hablaba en la radio de la situación dantesca vivida recientemente en algunas residencias de mayores, cuando un amigo, indignado e histriónico, nos divierte con el proceso kafkiano en el que se ha visto inmerso por la titularidad de una pequeña parcela de olivar, o cuando el crítico del suplemento literario del periódico recomienda una obra que contiene “los elementos del drama homérico”.

Se cierra así el ciclo. Al principio era el verbo. Al final resultó el adjetivo. 

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