Prometo, en nombre de mi dignidad, mi libertad y mi salud, anotar en este cuaderno los avatares de la guerra sin cuartel que pronto comenzaré contra los cigarrillos. Soy un galeote amarrado al duro banco de este malsano hábito desde los dieciséis años. Con éste que acaba de pasar, suman treintaitantos los años que navego entre el humo. Dentro de unas semanas cumpliré los 49. Un buen momento: entrar en la cincuentena con los pulmones más limpios y sobrellevar con ánimo entero lo que me queda: esa intranquilidad de comprobar en carne propia la ley natural del vivir humano. Al poeta Manrique me remito: todo río encuentra su mar.
Y todo hombre su vicio. Y el hombre que tiene un vicio, o se caga o se mea en el quicio, según sentenciaba el otro día el abuelo Rufo, uno de cuyos hijos lleva tres meses en un centro de desintoxicación y rehabilitación. No es mi caso.
Dicho sin contemplaciones, soy un politoxicómano. Una debilidad de carácter: no sólo vivo ahumado, también frecuento las copas, sin que haya de colegirse un alcoholismo extremo. Bebo cerveza, una copa de tinto con las comidas, gratísimos cubalibres de Larios, algún güisqui y algún roncito si la ocasión se presta y alguna copa de coñac en invierno. En cuanto a otras drogas, en mi juventud fui consumidor ocasional de anfetaminas, las famosas “ruedas” o pastillas de bustaid; sólo una vez, en la madrugada de un 15 de agosto, tomé un ácido y aluciné con la lluvia de estrellas y la vía Láctea. Una sola vez también probé la heroína, esnifada. Fue una sensación tan placentera que me dio miedo y no volví a probarla. En algunas ocasiones llegué a robarle a mi madre pastillas de minilip para mezclarlas con alcohol y sobrellevar colocado la soledad y la inseguridad de inciertas noches de mi juventud.
Durante años fui fumador de porros. Nunca llegué a las heroicidades del Diesiséis, uno del barrio de San Francisco, así llamado por el número de canutos que se liaba al día. Fuera del tabaco, esa fue la etapa más larga de mis toxicomanías, desde los 25 hasta los 35 à peu près, y luego, en lo que podemos llamar mi segunda época hachichínica, desde los 45 hasta los presentes. A los porros hachís se unían de higos a brevas, es decir, a comienzos del verano, los de marihuana, la risueña buena yerba, tan placentera y tan difícil de conseguir. Anoche precisamente nos dimos una buena mano mi primo y yo. Mi primo es músico y empresario de la noche. Hace unos meses dejó la coca y ahora sólo fuma hachís y marihuana. Yo abandoné en la segunda ronda, pero él siguió las cuatro horas que estuvimos juntos. Cuando me despedí en la puerta, entre sus dedos asomaba un verdadero homenaje a Bob Marley.
Aquí termina la relación de mi experiencia con las drogas. Creo que no necesita más aclaración el término “politoxicómano”: tabaquista, exporrero con reincidencias y bebedor habitual. No está mal. Ahora me conformo con un cubatita y un canutito en casa o para dar un paseo por el campo. A más no llego. Ni quiero llegar.
Voy a dejar de ser cliente de Tabacalera, de la Philip Morris y de JT Internacional, lo que me reparará enormes beneficios. Creo que será una de las mejores inversiones de mi vida.
Y todo hombre su vicio. Y el hombre que tiene un vicio, o se caga o se mea en el quicio, según sentenciaba el otro día el abuelo Rufo, uno de cuyos hijos lleva tres meses en un centro de desintoxicación y rehabilitación. No es mi caso.
Dicho sin contemplaciones, soy un politoxicómano. Una debilidad de carácter: no sólo vivo ahumado, también frecuento las copas, sin que haya de colegirse un alcoholismo extremo. Bebo cerveza, una copa de tinto con las comidas, gratísimos cubalibres de Larios, algún güisqui y algún roncito si la ocasión se presta y alguna copa de coñac en invierno. En cuanto a otras drogas, en mi juventud fui consumidor ocasional de anfetaminas, las famosas “ruedas” o pastillas de bustaid; sólo una vez, en la madrugada de un 15 de agosto, tomé un ácido y aluciné con la lluvia de estrellas y la vía Láctea. Una sola vez también probé la heroína, esnifada. Fue una sensación tan placentera que me dio miedo y no volví a probarla. En algunas ocasiones llegué a robarle a mi madre pastillas de minilip para mezclarlas con alcohol y sobrellevar colocado la soledad y la inseguridad de inciertas noches de mi juventud.
Durante años fui fumador de porros. Nunca llegué a las heroicidades del Diesiséis, uno del barrio de San Francisco, así llamado por el número de canutos que se liaba al día. Fuera del tabaco, esa fue la etapa más larga de mis toxicomanías, desde los 25 hasta los 35 à peu près, y luego, en lo que podemos llamar mi segunda época hachichínica, desde los 45 hasta los presentes. A los porros hachís se unían de higos a brevas, es decir, a comienzos del verano, los de marihuana, la risueña buena yerba, tan placentera y tan difícil de conseguir. Anoche precisamente nos dimos una buena mano mi primo y yo. Mi primo es músico y empresario de la noche. Hace unos meses dejó la coca y ahora sólo fuma hachís y marihuana. Yo abandoné en la segunda ronda, pero él siguió las cuatro horas que estuvimos juntos. Cuando me despedí en la puerta, entre sus dedos asomaba un verdadero homenaje a Bob Marley.
Aquí termina la relación de mi experiencia con las drogas. Creo que no necesita más aclaración el término “politoxicómano”: tabaquista, exporrero con reincidencias y bebedor habitual. No está mal. Ahora me conformo con un cubatita y un canutito en casa o para dar un paseo por el campo. A más no llego. Ni quiero llegar.
Voy a dejar de ser cliente de Tabacalera, de la Philip Morris y de JT Internacional, lo que me reparará enormes beneficios. Creo que será una de las mejores inversiones de mi vida.
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